martes, 23 de octubre de 2018

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Jesús, es" capaz de compadecerse de nuestras debilidades" . Reflexión Domingo XXIX -B-

Las tres lecturas de la liturgia de este domingo ofrecen un admirable paralelismo. Isaías presenta al Siervo de Yahveh “triturado por el sufrimiento”, que “entrega su vida como expiación”, como ofrenda al Padre por quienes, por el pecado, habían abierto un abismo entre Dios y la humanidad: “mi Siervo justificará a muchos porque cargó con los crímenes de ellos”.

Algo similar dice Jesús en el evangelio, pero aplicado a su propia persona: “el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”. Esto lo demostró a lo largo de su vida y, sobre todo, en la cruz.

La carta a los Hebreos interpreta la entrega de Jesús desde la clave del sacerdocio. El Mediador, el Sacerdote que tenemos ante el Padre, sabe lo difícil que es nuestra vida. Experimentó en su carne el trabajo y el cansancio, la soledad y la amistad, la traición, las incomprensiones y los éxitos, el dolor y la muerte: “ha sido probado en todo exactamente como nosotros”. Por eso puede com-padecerse de nosotros, sufrir juntamente con el que sufre y hacer suyo ese sufrimiento, porque se ha acercado hasta las raíces mismas de nuestro ser. Él es el verdadero Pontífice, el que hace de puente y de mediador y, por tanto, nos puede ayudar en los momentos de fracaso, pues es “capaz de compadecerse de nuestras debilidades”. Esto nos debe llenar de confianza ante Dios y esperar de él la misericordia y el amor.

Cuando entregue su vida prolongará sus años

El siervo de Dios, cantado por el profeta Isaías, lleva su obediencia hasta la muerte. Ha aceptado sin resistencia el plan de Dios, su destino de sufrimiento, de trabajos y de angustia. Aquí se le anuncian las consecuencias de su obediencia. Su entrega no ha resultado inútil, pues su dolor ha salvado a la humanidad. La muerte no impide que él se prolongue incluso en una numerosa descendencia. La gloria sustituye a la humillación, el gozo a las injurias, la luz a la cruz. Dios declara justo a su siervo y lo hace fuente de justicia para los demás. Jesús en el evangelio se identifica con este siervo del Señor.

El Hijo del hombre ha venido al mundo para servir y dar la vida en rescate por todos

En su camino hacia Jerusalén, camino hacia la hora pascual de su muerte y resurrección, Jesús anuncia por tercera vez que iba a ser entregado y ser condenado a morir. Es el destino doloroso que le espera. Los discípulos no le comprenden. Por el contrario, andan disputando entre ellos sobre quiénes ocuparán los primeros puestos en ese reino de los cielos que viene anunciando. Santiago y Juan, discípulos de primera hora, y ligados a Jesús por lazos de parentesco, se acercan a él para pedirle directamente sentarse cuando establezca su reinado  “el uno a su derecha y el otro a su izquierda”. Jesús queda desconcertado ante la petición de los hermanos; se le ve desalentado: “No sabéis lo que pedís”. Parece como si en el grupo nadie hubiera entendido que seguirle a él y colaborar en su proyecto será siempre un camino, no de poder y grandezas, sino de sacrificio y de cruz; no de ganancias personales, sino de entrega a los demás.

Al enterarse los otros diez del atrevimiento de Santiago y Juan, se llenan de indignación. El grupo está más agitado que nunca. La ambición los está dividiendo. Por eso Jesús reúne a los doce para dejar claro su pensamiento.

Con brevedad, pero con alusiones de sobra conocidas,  expone lo que sucede en los pueblos del imperio romano. Todos conocen los abusos de Antipas y las familias herodianas en Galilea. Jesús lo resume así: Los que son reconocidos como jefes utilizan su poder para “tiranizar” a los pueblos, y los grandes no hacen sino “oprimir” a sus súbditos. Y Jesús concluye con  autoridad: “Vosotros, nada de eso”.

No quiere ver entre los suyos nada parecido: “El que quiera ser grande, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero, que sea esclavo de todos”. En su comunidad no habrá lugar para el poder que oprime, solo para el servicio que ayuda. Jesús no quiere jefes sentados a su derecha e izquierda, sino servidores como él, que dan su vida por los demás.

Desde ahora  deja las cosas claras. Su Iglesia no se construye desde la imposición de los de arriba, sino desde el servicio de los que se colocan abajo. No cabe en ella jerarquía alguna en clave de honor o dominación. Tampoco métodos y estrategias de poder. El servicio es el que construye la comunidad cristiana. Da tanta importancia a lo que está diciendo que se pone a sí mismo como ejemplo, pues no ha venido al mundo para exigir que le sirvan, sino “para servir y dar su vida en rescate por muchos”. No da normas para triunfar en la Iglesia, sino para servir al proyecto del reino de Dios a favor de los más débiles y necesitados.

Sus enseñanzas no son solo para los dirigentes; son para todos. Sean cuales sean nuestras tareas y responsabilidades en la comunidad cristiana, todos debemos comprometernos a vivir su proyecto con mayor entrega y generosidad. La Iglesia no necesita imitadores de Santiago y Juan, sino seguidores fieles de Jesús. Los que quieran ser importantes, que se pongan a trabajar y colaborar.

Jesús, el Dios humanado, proclama unos ideales en clara oposición a quienes sueñan con ser jefes y dominadores: “Seréis como dioses”, fue el pecado de nuestros primeros padres. Los que seguimos a Jesús debemos rechazar los ideales de poder, de riqueza y de triunfo que nos propone nuestra sociedad moderna. Todo ha de ser diferente: La grandeza no se mide por el poder que se tiene, el rango que se ocupa o los títulos que se ostentan. En la Iglesia, en la vida diaria, todos hemos de ser servidores. En la comunidad cristiana, no debemos mirar desde arriba, desde la superioridad, el poder o el protagonismo interesado, sino desde abajo, desde la disponibilidad, el servicio y la ayuda a los demás. Nuestro ejemplo es Jesús. No vivió nunca “para ser servido, sino para servir”. Éste es el mejor resumen de su vida: servidor de todos. Miremos a Jesús, pero no apartemos los ojos de nosotros mismos: ¿Nos parecemos a él o buscamos lo que pretendían los hijos de Zebedeo?

P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

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