lunes, 15 de octubre de 2018

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SANTA MAGDALENA DE NAGASAKI

Entre los dieciséis mártires del Japón canonizados el día 18 de octubre de 1987, destaca la figura simpática de una joven japonesa. Se llama Magdalena de Nagasaki, 23 años, terciaria agustina recoleta. Un nutrido grupo de religiosos y terciarios agustinos recoletos, llegados de varias partes del mundo, ha venido a rendir homenaje a la heroica terciaria. Había sido beatificada por el papa Juan Pablo II en Manila el 18 de febrero de 1981. Ahora el mismo Romano Pontífice la ha declarado santa.

La figura de esta joven virgen y mártir - la Cecilia de la cristiandad de Japón, que, en medio de los más horribles tormentos, entona con voz melodiosa y delicada cánticos al Señor - inspiró durante siglos a poetas y pintores.

Dicen que era joven y bella y de familia noble, como la mártir romana; que recorría los escarpados montes de Nagasaki como un ángel de Dios para llevar su sonrisa a los afligidos cristianos perseguidos por la fe; que, como las tiernas doncellas de los primeros tiempos del cristianismo, desafió y venció a los tiranos, prefiriendo la muerte a las riquezas y a un matrimonio de princesa.
Todas estas noticias sonaban a leyenda. Magdalena aparecía ante nuestros ojos como una figura mítica, etérea, sin contornos definidos, envuelta en una nube de misterio.

¿Quién era en realidad esa Cecilia japonesa? ¿Qué hay de verdad y de leyenda en la epopeya que de ella cantan los poetas? Eran estas las preguntas que excitaban nuestra curiosidad.
Ante la inminencia de la canonización, nos pusimos a husmear en los archivos, a desempolvar antiguos manuscritos, a estudiar las cartas y relaciones de los misioneros agustinos recoletos que fueron sus padres espirituales.

Nos sirvió de ayuda, sobre todo, una relación manuscrita del padre Andrés del Espíritu Santo (padre Andrés), provincial de los agustinos recoletos de Filipinas y Japón en la época en que sucedían los hechos. Dicha relación está redactada en 1.640, es decir, seis años después del martirio de Magdalena. No menos importante otra relación escrita en 1.636 por el dominico Francisco de Paula, recogida en la Historia de la provincia del Santo Rosario de Filipinas del cronista dominico padre Diego Aduarte (padre Aduarte).

Pero, sobre todo, nos cupo la suerte de tener en nuestras manos el más precioso documento, que constituye la fuente más auténtica y fidedigna del martirio de Magdalena, y que había desaparecido hacía muchos años. Nos referimos a las actas del proceso de beatificación instruido en Macao en los meses de febrero y marzo de 1638, es decir, tres años y medio escasos después de su martirio.
Una copia auténtica de dichas actas, precisamente la copia que el tribunal de Macao había preparado para Roma, apareció recientemente en el archivo del convento de Marcilla (Navarra) perteneciente a los padres agustinos recoletos. Lleva todavía los sellos de lacre y las firmas originales del Excmo. Pedro de San Juan, administrador de la diócesis en 1.638, y la del notario eclesiástico Bras Pinto. Varios testigos directos refieren bajo juramento las promesas que hicieron los tiranos a Magdalena; los tormentos que le aplicaron para que apostatase de la fe; el horrible martirio.

Después de un estudio sereno y atento de todas esas fuentes, nos convencimos de que en la vida de Magdalena hay muy poco de legendario. Consta que era una joven grácil y delicada. Llamaba la atención por su dulzura y su belleza. Nos la imaginamos como una de esas japonesitas de ojos rasgados, de cutis transparente y terso, de facciones delicadas, de sonrisa dulce, caritas de ángel que atraen nuestras miradas.

Sin embargo, la delicadeza de su figura escondía un espíritu recio e indomable, acostumbrado a la lucha y a los sufrimientos. Por sus venas corría sangre roja y pujante de mártires, que ella también vertería un día por la fe, para que el sacrificio fuera total y perfecto.

De sus padres había heredado una fe viva y profunda, un encendido amor a Cristo que ella acrecentaría con la meditación, y anhelos de martirio. En el afán de hacer conocer a su Amado, sabría sacrificar su juventud y su belleza, para poder llevar al altar del holocausto, juntamente con su vida, un coro de hijos espirituales que había engendrado en la fe, o había levantado en el camino, ayudándoles a escalar la cima del calvario.

Huérfana de padre y de madre, a quienes había visto martirizar juntamente con sus hermanos por profesar la fe de Cristo, era todavía jovencita cuando se consagró a Dios, emitiendo los votos de obediencia y castidad en la orden tercera de los agustinos recoletos y poniéndose a su disposición como catequista. Luce con gracia el hábito negro de las terciarias, ceñido con una correa. Es culta e intrépida, simpática y sin complejos. Una especie de religiosa seglar, como las religiosas modernas que viven en el mundo. No teme los peligros que la acechan cada día durante el furor de la cruel e interminable persecución contra los cristianos.

Su vida se desarrolla entre los cristianos de Nagasaki, compartiendo sus ansias y sus angustias, confirmando a los débiles, levantando a los que habían cedido ante la brutalidad de los tormentos. Y en Nagasaki se consumará su sacrificio un luminoso día de octubre de octubre de 1634. Contaba apenas 23 años.

Es la historia de esta joven misionera seglar la que intentamos narrar. Pero, dado que no existe vida sin un entorno, ni ejercicio de la caridad apostólica sin humanidad que sufre, ni santidad sin sacrificio, vamos a presentar brevemente el cuadro socio-político y el ambiente en que se desarrolló la vida de Magdalena. Un ambiente de odio, de marginación, de persecución. La más deshumana y brutal persecución que haya conocido jamás la historia del cristianismo.

Las páginas que siguen, y sobre todo el relato del horrible martirio de la joven Magdalena, pueden provocar en el lector una sensación de hastío, de disgusto, de incomprensión, de repulsa. En esta nuestra época materialista, en la que faltan ideales capaces de arrastrar al heroísmo, en que se exalta como valor único y supremo la vida, es difícil comprender la aceptación voluntaria de tantos tormentos y aun de la misma muerte por la defensa de la fe. ¿No se trata de una temeridad, de un desprecio de la vida, de un acto de masoquismo? ¿Valía la pena resistir a los perseguidores hasta el extremo de provocar la extinción del cristianismo? ¿No hubieran sido mejor el disimulo, el compromiso?
P. Romualdo Rodrigo, OAR.
Roma 1987.

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