viernes, 30 de noviembre de 2018

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ADVIENTO -5-

Actitudes para vivir el tiempo de adviento

En primer lugar, la esperanza. Necesitamos ser salvados, nuestra vida debe ser transformada (cambiar de forma hasta adquirir la de Jesús), queremos que Dios venga a nosotros. Y para conseguir todo esto, esperamos y celebramos la venida de Alguien que nos puede proporcionar todo esto. Y no es otro sino Cristo.

Nos hacemos eco de los profetas del Antiguo Testamento, de las palabras de Juan el Bautista, y, con ellos, esperamos al que ha de venir. Sobre todo, esperamos como esperaba María el nacimiento del Hijo de Dios que se había hecho carne en Ella. Los nueve meses de embarazo de María fueron un auténtico tiempo de adviento para ella. Ella es para nosotros el gran modelo. Ella forma parte de aquellos hijos de Israel que esperaban con todo el anhelo de su corazón la venida del Mesías.

El adviento es, ante todo, una llamada a vivir la esperanza. Pero no una esperanza pasiva, del que nada puede o no quiere hacer, sino una esperanza actuada y trabajada. El montañero que el fin de semana quiere ir al monte espera que haga buen tiempo. Y nada puede hacer para lograrlo puesto que no depende de él que se realice este deseo. O el estudiante que no estudia y espera aprobar al final del curso. 

Es, más bien, la esperanza del campesino que ha labrado la tierra, la ha preparado, la siembra y la cuida, trabaja y tiene, por tanto, la esperanza de conseguir una buena cosecha. O el estudiante que estudia de verdad y tiene la esperanza, por eso mismo, de aprobar el año. La esperanza es acción, es búsqueda de algo mejor, es poner los medios para conseguir lo que se desea, es empeño y trabajo. Lo otro será la espera tonta.

Los creyentes estamos llamados a vivir la esperanza. Si nos “interiorizamos”, al estilo de Agustín, nos daremos cuenta de que somos débiles y, por tanto, necesitados. Somos débiles ante la tentación o el pecado, ante la pobreza, las tensiones, los miedos, los fracasos, la enfermedad... Débiles física y moralmente. Y, por tanto, necesitados de algo o de alguien que pueda ayudarnos y fortalecernos. Y la esperanza, o lo que esperamos, es Dios. No hay otro que pueda ser la fuerza en nuestra debilidad. Este es Jesús. Así aparece a lo largo de todo el evangelio. Y nos dice: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré. Él se acerca a los ciegos y a los cojos, a los leprosos y a los pecadores, a los niños y a las prostitutas. No se acerca a los autosuficientes, a los que piensan que no tienen necesidad de Dios. En este Cristo esperamos.

Y esperamos con la seguridad total de que lo que deseamos se hará realidad. Confía en Dios: dice san Agustín, él siempre da lo que promete. Sabe lo que promete porque él es la Verdad. Puede otorgarlo porque él es la omnipotencia. Dispone de ello porque es la Vida misma. Ofrece todas las garantías porque es la eternidad.

En segundo lugar, el deber de preparar el camino del Señor. Es la invitación de los profetas y particularmente de Juan el Bautista, precursor del Señor. Si realmente el adviento es un tiempo de esperanza en el Señor que viene, sería una esperanza falsa si no fuera también, por nuestra parte, un camino para acercarnos a lo que esperamos, si no facilitáramos que se haga realidad lo que esperamos. 

Es, por tanto, una llamada a la conversión personal, a dejar el pecado y vivir en gracia, es decir, en amistad con el Señor que viene. El pecado impide el encuentro con el Señor. El Señor no podría “nacer” en nosotros si en nosotros estuviera el maligno por el pecado. Cada cual verá qué pecados o qué actitudes de pecado hay en él, si los hubiera. El pecador que quisiera seguir viviendo en el pecado o no hiciera nada para salir de él, no podría vivir cristianamente el tiempo de adviento, mucho menos el misterio de la navidad.

El tiempo de adviento es un camino que nos lleva al encuentro con Cristo. Somos, por tanto, caminantes. Y San Agustín nos hace esta advertencia: Somos caminantes, peregrinos en tránsito. Debemos, pues, sentirnos insatisfechos con lo que somos si queremos llegar a lo que aspiramos. Si nos satisface lo que somos, dejaremos de avanzar. Si lo creemos suficiente, no volveremos a dar un paso. Sigamos, pues, marchando, yendo hacia delante, caminando hacia la meta. No tratemos de parar en el camino o de volver la vista atrás o de desviarnos de la ruta. El que se para, no avanza. El que añora lo pasado vuelve la espalda a la meta. El que se desvía pierde la esperanza de llegar. Es mejor ser un cojo en el camino que un buen corredor fuera de él. (Serm. 169, 15, 18).

Otra forma excelente de preparar el camino del Señor es abriéndonos a los demás, que es la manera mejor de abrirse a Cristo. Y abrirse a los demás implica mantener y cultivar una actitud de servicio, de amor, de perdón cuando fuera necesario, de darnos como Cristo se da a nosotros. No hay camino mejor para acercarnos a Cristo que el hermano. O al revés, Cristo viene a nosotros por el hermano. Y de eso nos ha de juzgar en la última venida: ...Estuve enfermo y me visitasteis...

Tercero: Vivir la alegría y el gozo íntimo por el que va a llegar (la madre que espera ardientemente la venida del hijo ausente durante muchos años, la pareja joven que espera el nacimiento de su primer hijo con ilusión...). Es una esperanza preñada de alegría. Una alegría muy distinta a la de quienes no creen ni esperan en Cristo que viene y hacen su fiesta en Navidad, en la que la alegría brota de las copas que se toman o del ambiente del entorno, y que, cuando pasa, queda un poso de vacío y nada. 

Abunda en la liturgia de estos días la invitación a la alegría. Por ejemplo, Sofonías, en la lectura del tercer domingo de adviento: Alégrate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén (...), No temas, Sión, el Señor, tu Dios, está en medio de ti (...) Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta. Y San Pablo: Estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres (...) El Señor está cerca. Isabel recibe la visita de María con el niño en su seno, y le dice: En cuanto tu saludo llegó a  mis oídos, la criatura saltó de gozo en mi vientre.

Vale la pena vivir intensamente esta alegría en el seno de la familia, en la relación con los amigos, en el trato con los demás. Pero, sobre todo, en lo íntimo del corazón. Esta alegría no quiere decir ausencia de problemas, dificultades y penas. Pero cuando el Huésped, Jesús, llega, cuando se experimenta su presencia, las cosas cambian. (Las penas son menos penas, las dificultades se superan más fácilmente, los problemas se soportan con más paz y entereza). Esta alegría no necesita de copas o música para que sea más profunda e íntima. Aunque no está mal compartir en familia o con amigos estas cosas. Es una alegría que brota del corazón poseído por un Dios que se digna hospedarse en Él.
También San Agustín habla en muchas ocasiones de la alegría y el gozo. La alegría será plena cuando gocemos de la presencia de Dios en la vida eterna. Pero aquí, en esta tierra, podemos vivir la alegría de la esperanza, esta virtud tan propia del tiempo de adviento. Dice así:

Entonces- en la vida eterna -  será la alegría plena y perfecta, entonces el gozo perfecto, cuando ya no tendremos como alimento la leche de la esperanza, sino el manjar sólido de la posesión. Con todo, también ahora, antes de que esta posesión llegue a nosotros, antes de que nosotros lleguemos a esta posesión, podemos alegrarnos ya con el Señor. Pues no es poca la alegría de la esperanza, que ha de convertirse luego en posesión.

Y nos anima también a alegrarnos por el nacimiento de Cristo. Dice: Alégrense los hombres. Y también las mujeres. Cristo ha nacido varón, pero ha nacido de mujer. Una mujer nos había llevado a la muerte. Una mujer nos ha traído la vida (...) Alegraos, cristianos todos: es el nacimiento de Cristo. (Serm 184, 2).

Cuarto: Intensificar la práctica y el espíritu de oración. Sin oración no es posible vivir el adviento. La oración en este tiempo es desear ardientemente el encuentro con Señor, esperar anhelantes su venida. La oración nos acerca al que viene, nos ayuda a eliminar todo aquello que impida o dificulte este encuentro amoroso con Él: el pecado y las actitudes de pecado, aspectos de la vida que la sociedad o el comercio nos quieren imponer estos días, (el adviento no es la navidad, sino preparación para celebrarla debidamente), nos facilita la escucha y acogida de la Palabra de Dios (Isaías, Juan el Bautista, María), etc. La oración es entrar en relación, por el deseo y la esperanza, con Jesús que viene.

Es bueno y útil mirar estos días a María, modelo de oración íntima y gozosa durante todo el tiempo de su embarazo (un verdadero adviento para ella). Por el anuncio del ángel sabía que el que iba a nacer de ella era el prometido siglos atrás a los profetas, el esperado del pueblo, el Salvador. Aunque nada digan los evangelios, nos la imaginamos preparándose interiormente para el nacimiento de su Hijo, en actitud de oración muchas veces, con José su esposo, sin comprender todavía muchas cosas, pero sabiendo que Dios se había fijado en su humildad y pequeñez y que el Poderoso estaba haciendo cosas grandes en ella, que su Hijo era también el Hijo de Dios...

San Pablo nos invita a esta oración en la carta a los Filipenses: El Señor está cerca. Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas al Dios (Fil 4, 5-6).

Cada uno verá cuánto, cómo y donde ora. Pero es necesario hacerlo. Para orar mejor es necesario crear el clima o ambiente favorable. San Agustín nos da alguna pista: Aprovecha los momentos de paz y soledad (...). En los momentos confusión, cuando no puedas encontrar afuera la paz que necesitas, tendrás siempre la oportunidad que necesitas de retirarte a tu interior y de sentirte a gusto contigo mismo y con Dios (In ps. 63, 3). (In ps. 63, 3).  Como algo muy propio de este tiempo, dice: El deseo esperanzado es una forma de oración (Serm. 80, 7).
P. Teodoro  Baztán Basterra, OAR.



 ODA A LA VIRGEN

Virgen, que el sol más pura,
gloria de los mortales, luz del cielo,
en quien la piedad es cual la alteza:
los ojos vuelve al suelo
y mira un miserable en cárcel dura,
cercado de tinieblas y tristeza...

...Virgen, en cuyo seno
halló la deidad digno reposo,
do fue el rigor en dulce amor trocado:
si blando al riguroso
volviste, bien podrás volver sereno
un corazón de nubes rodeado.

Descubre el deseado
rostro, que admira el cielo, el suelo adora:
las nubes huirán, lucirá el día;
tu luz, alta Señora,
venza esta ciega y triste noche mía.

Fray Luis de León

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