lunes, 5 de noviembre de 2018

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Reflexión del DOMINGO XXXI del TIEMPO ORDINARIO -B-

El último domingo del mes de noviembre, domingo XXXIV del tiempo ordinario, terminamos los tiempos litúrgicos, en los que hemos estado recorda-do y viviendo los misterios de nuestra salvación. La fiesta de Jesucristo, Rey del universo, será como la llave que cierra la temporalidad y nos abre la puerta de lo eterno, donde viven y disfrutan de una vida plena y feliz, sin años, los que han aceptado el mensaje de Jesús y han vivido siguiendo su camino y su ejemplo. Pilato mandó poner al pie de la cruz un letrero despec-tivo que resultó ser la mejor presentación de su persona y de su obra: “Jesús nazareno, Rey de los judíos”. Jesucristo es el señor del universo y de todas sus criaturas.

Como pórtico a esta festividad la liturgia nos ofrece dos conmemoraciones, que son también dos fiestas: La de Todos los Santos y la de los Difuntos. Dos antesalas importantes a las que se llega según nos propone Jesús por el camino del amor a Dios, el amor a nosotros mismos y al prójimo. Solo caminando por esta senda del amor alcanzaremos nuestro destino feliz. No hay otro modo de entrar a formar parte del grupo de los santos que no sea amando. Amor a Dios, pero también amor y oración por quienes comparten su vida con nosotros o formaron parte de nuestra historia personal en este mundo, los difuntos. Contemplemos a los santos en el cielo, pero oremos también por quienes nos dejaron, particularmente por los que formaron par-te de nuestra historia personal, familiares, amigos y conocidos. Y, mientras miramos y rezamos, dejemos espacio para la reflexión personal. Todos es-tamos llamados a ser santos, pero todos también deberemos pasar por el túnel oscuro de nuestra propia muerte, destino de todas las criaturas. Según los designios de Dios estamos llamados a ser santos: “Sed santos como yo soy santo”; pero antes deberemos devolver nuestra vida a quien nos la dio como dice Jesús a punto de morir en la cruz: “Padre, en tus manos pongo mi vida”. Somos mortales.

Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón
Un escriba se acerca a Jesús. No viene a tenderle una trampa. Tampoco a discutir con él. Su vida está fundamentada en leyes y normas que le indican cómo comportarse en cada momento. Sin embargo, en su corazón se ha despertado una pregunta: “¿Cuál es el mandamiento primero de todos?”. ¿Qué es lo más importante para acertar en la vida? Jesús entiende muy bien lo que siente aquel hombre. Cuando en la religión se van acumulando normas y preceptos, costumbres y ritos, es fácil vivir dispersos, sin saber exactamente qué es lo fundamental para orientar la vida de manera sana. Algo de esto ocurría en ciertos sectores del judaísmo.

Jesús no le cita los mandamientos de Moisés. Sencillamente, le recuerda la oración que esa misma mañana han rezado los dos al salir el sol, siguiendo la costumbre judía: “Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón”. El escriba está pensando en un Dios que tiene el poder de mandar. Jesús lo pone ante un Dios cuya voz hemos de escuchar. Lo importante no es conocer preceptos y cumplirlos. Lo decisivo es detenernos a escuchar a ese Dios. Cuando escuchamos al verda-dero Dios, se despierta en nosotros una atracción hacia el amor. No es pro-piamente una orden. Es lo que brota en nosotros al abrirnos al Misterio úl-timo de la vida: “Amarás”. En esta experiencia, no hay intermediarios reli-giosos, no hay teólogos ni moralistas. No necesitamos que nadie nos lo diga desde fuera. Sabemos que lo importante es amar. Este amor a Dios no es un sentimiento ni una emoción. Amar al que es la fuente y el origen de la vida es vivir amando la vida, la creación, las cosas y, sobre todo, a las personas. Jesús habla de amar “con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser”. De manera generosa y confiada. Amar a Dios es cumplir su voluntad, tener-lo presente, recordarlo y hacerlo presente en nuestra vida. Amar a Dios es anteponerlo a todas la cosas y a todas nuestras inclinaciones o tendencias desordenadas. Y es, también, sentirse querido por él.

Jesús añade, todavía, algo que el escriba no ha preguntado. Este amor a Dios es inseparable del amor al prójimo. Sólo se puede amar a Dios amando al hermano. De lo contrario, el amor a Dios es mentira. ¿Cómo vamos a amar al Padre sin amar a sus hijos e hijas? No siempre cuidamos los cristia-nos esta síntesis de Jesús. Con frecuencia, tendemos a confundir el amor a Dios con las prácticas religiosas y el fervor, ignorando el amor práctico y solidario a quienes viven excluidos por la sociedad y olvidados por la reli-gión. Pero, ¿qué hay de verdad en nuestro amor a Dios si vivimos de espal-das a los que sufren? 

“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. 
Amar al prójimo no es un mero sentimentalismo; es un compromiso: “Obras son amores y no buenas razones”, afirma el dicho popular. El amor es una actividad, no un afecto pasivo; es un estar continuado, no un súbito arran-que. Amar es dar y darse. Un pensador moderno, ajeno al cristianismo, dice que el amor es una preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos; esto exige cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento de la persona a la que queremos amar. Nos lo decía san Pablo en la I Carta a los Corintios: El amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la ver-dad . Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin lími-tes. El amor no pasa nunca. Es lo que enseñó y vivió Jesús. Por eso: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado”. También debemos amarnos a nosotros mismos y aceptarnos como somos, siendo pa-cientes con nuestras debilidades y perdonando nuestras propias caídas. Solo así podremos amar, comprender y perdonar a los hermanos.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR,

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