lunes, 19 de noviembre de 2018

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Reflexión- DOMINGO XXXIII del TIEMPO ORDINARIO -B-

En estos domingos finales del año cristiano las lecturas de la liturgia de la misa nos orientan hacia la escatología, el futuro de la historia, que las primeras generaciones cristianas consideraban muy cercano. Esta perspectiva queda recogida en el pasaje del profeta  Daniel y en una breve página del evangelio que precede al anuncio de Jesús de su pasión y muerte.
Ignoramos si conoció bien el libro de Daniel, pues fue escrito en griego y lejos del ambiente de Nazaret en el que se movió y fue educado. Pero sus pala-bras del evangelio demuestran que compartía sus ideas y hacía suyo el mensaje del pro-feta. En todo caso nos encontramos ante un discurso lleno de esperanza, muy cercano al que trasmitieron otros profetas del A. T. como Jeremías o Isaías.

Jesús está subiendo a Jerusalén. De forma velada hace llegar a los suyos lo que siente ante el final de su vida en este mundo, para anunciarles a continuación con palabras duras y sumamente expresivas cómo  será su venida definitiva al acabar los tiempos, después de su muerte y resurrección. Para transmitir este anuncio, Marcos habla de si-tuaciones  que producen miedo en cualquier ser humano, aunque, para sus seguidores, los discípulos, están cargadas de luz y de esperanza. Vendrán catástrofes y desgracias, pero, al final, Jesús triunfará. Se acabará el reinado de los injustos y se impondrán la verdad y el bien. En los planes de Dios lo definitivo y final es la Vida, no la muerte. El terrible fin de los tiempos será, en realidad, el principio del tiempo del Reino de Dios cuando su Hijo vuelva para proclamar justicia para los excluidos, los maltratados, los ignorados por la sociedad. Jesús, según san Mateo, “se sentará en su trono de gloria y todas las naciones se reunirán delante de él y separará a unos de otros, y pondrá “unos a su derecha y a otros a su izquierda, como el pastor separa a las ovejas de los cabri-tos”. A los primeros les dirá: “Venid, benditos de mi Padre…”, mientras que a los se-gundos los condenará: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles”.

Entonces se salvarán los justos

La historia humana es una lucha entre el bien y el mal. También lo es nuestra vida per-sonal. Las lecturas de hoy nos aseguran que triunfará el bien. El libro de Daniel fue es-crito en tiempos del impío rey Antíoco Epífanes, el que más persiguió la fe del pueblo de Israel, en el siglo II antes de Cristo. Su autor quiere infundir ánimos a sus lectores para que permanezcan fieles a su fe. Presenta al arcángel san Miguel, cuyo nombre significa  “quién como Dios”, como salvador de su pueblo. De los inscritos en el libro de la vida “unos despertarán para vida eterna y brillarán como las estrellas por toda la eternidad”; pero otros serán condenados “a una desgracia perpetua”. También en el Apocalipsis aparece este arcángel como líder de los que luchan contra el maligno.

Es un mensaje de victoria que nos va bien a todos, como también el del salmo: “tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré”. Esta promesa debiera bas-tarnos a los creyentes para vivir en Cristo; para sujetarnos a la ley del Señor; para prac-ticar la compasión, la justicia y el amor entrañable de Jesús, como lo vivió la viuda de Sarepta que se fió totalmente de las palabras de profeta Isaías: “Dios proveerá”. Y así sucedió.

Pero debemos confesar que vivimos de espaldas a esta realidad y que, en todo caso, nos interesa más saber cuándo y cómo tendrán lugar estos acontecimientos. Pero ni Jesús ni Daniel dicen palabra de esto. Solo, que sucederán. Es lo que afirma el profeta en el texto que hemos proclamado: “Yo oí sin entender y pregunté: Señor, ¿cuál será el desenlace?”. Me respondió: “Muchos se purificarán y blanquearán; los malvados seguirán en su mal-dad; los maestros comprenderán”.

Esto mismo indican las palabras de Jesús. La venida del Señor del Universo, del Juez supremo, sucederá, es inevitable. El malvado, el que vive de espaldas a Dios, cierra los ojos y tapona sus oídos. Pero los justos brillarán como fuego en cañaveral. No perdamos el tiempo. Busquemos el vivir para siempre, por toda la eternidad. El camino para llegar allí lo tenemos señalado; vayamos por él.
Entonces verán venir al Hijo del Hombre con gran poder y majestad.

¿Nos convencen estas palabras de Jesús? Cuando rezamos el Credo, y decimos creer en que Jesús vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos, ¿qué sentimos en el fondo del al-ma? Marcos escribe para unos discípulos que creían en Jesús  sin haberlo conocido. Creen por las palabras de otros, escuchan y se alimentan de ese mensaje. Nosotros be-bemos de las mismas fuentes, y seguimos esperando.  Pero la espera se alarga….

Alguien ha escrito que el evangelista pretende recordarnos con este pasaje de su evange-lio cuatro verdades, tan válidas hoy como cuando se escribió, que deben convertirse en un convencimiento personal. Primera verdad: La existencia humana, como la conoce-mos, se acabará  algún  día.

Después, viviremos para siempre, por toda la eternidad. La segunda, aunque se apaguen todos los astros, brillará para nosotros el rostro de Dios, enseñándonos el camino de la verdad y la justicia. La tercera, que Jesús  traerá  la salva-ción  para todos. Viene a reunir a sus amigos, a los que le siguen con sincero corazón. Y la cuarta, que estas palabras no pasarán,  no perderán  nunca su fuerza, ni su valor de compromiso de Jesús  con nosotros. Seguirán  siendo nuestra referencia principal, nues-tra guía, nuestro norte.

En el ambiente mundano de nuestro tiempo se nos están borrando estas certezas. Debe-mos despertar y mirar hacia Dios para contemplar el horizonte de amor que nos ofrece, como nos lo presenta el autor de la Carta a los Hebreos: “Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio; está sentado a la derecha de Dios y espera el tiem-po que falta hasta que sus ene¬migos sean puestos como estrado de sus pies. Con una sola ofrenda ha perfeccio¬nado para siempre a los que van siendo consagrados. Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados”.

P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

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