domingo, 9 de diciembre de 2018

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Domingo II de Adviento -C- Reflexión


En el tiempo de adviento nos encontramos cada año con la figura de Juan el Bautista. Aparece y podemos decir que entra en nuestra asamblea, como en los tiempos de Jesús, y nos trae un mensaje importante. Es un enviado de Dios y nos habla en su nombre.
Juan, el hijo de Zacarías e Isabel, había crecido en el desierto, fortalecido por el Espíritu. Ahora Dios lo llama a desempeñar una misión profética. Con razón la Iglesia lo ha elegido como una figura importante del adviento.
¿Qué nos dice hoy este profeta del Señor? Que preparemos el camino del Señor. Esta es la misión que trae hoy entre manos. Quiere suscitar en nosotros un cambio radical de vida para recibir a Cristo. Preparar el camino del Señor significa eliminar de nosotros todo aquello que pueda impedir o dificultar nuestro encuentro con Cristo que viene a nosotros. Toda clase de pecado. Significa aproximarnos a Cristo con un corazón limpio y purificado.
Y describe esto con imágenes muy claras: allanad sus senderos, elévense los valles, que se abajen los montes, que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Así predicaba a sus oyentes. Y luego bautizaba a cuantos daban muestras de arrepentimiento y confesaban sus pecados.
Y esto mismo nos dice a nosotros. Hace tiempo que recibimos el sacramento del bautismo. Hace tiempo que nos incorporamos a la Iglesia de Jesús. Desde hace mucho tiempo acudimos a la iglesia para celebrar nuestra fe y darle gracias al Señor por ella, pero a lo mejor hay todavía mucho que enderezar en nuestra vida cristiana, montes que hay que allanar (el orgullo, la soberbia, la prepotencia…), valles que habría que rellenar (nuestra falta de fe en muchas ocasiones, la indiferencia hacia los problemas de los demás, la frialdad en mis prácticas religiosas, la falta de oración, la falta de amor a los míos y a los extraños…). Nos pide, en una palabra, un cambio de vida. Es decir, la conversión de corazón.
Únicamente así veremos la salvación de Dios. Es decir, únicamente así seremos salvados por Jesucristo. Era necesario convertirse en tiempos de Juan y es necesario convertirse veinte siglos después.
Convertirse es ver la vida con los ojos de Cristo y mirar a cuantos nos rodean como si fueran hermanos, que lo son. Es amar como Cristo amó: con un amor generoso, sacrificado muchas veces, sin excluir a nadie. Es perdonar como él perdonó: siempre y en todo. Es saber que Dios es mi padre y dejarme conducir por él.
Convertirse es arrimar el hombro a la carga de los demás y compartir sus penas y sus alegrías, como si fueran propias. Es trabajar en la construcción de un mundo mejor, de una familia cada día mejor: más unida, más cristiana, más amable. Es hacer lo que esté en nuestra mano para que haya más paz en nuestro entorno, y más justicia en el mundo y más misericordia y comprensión entre todos.
Convertirse es luchar contra el pecado y vivir en gracia. Es vivir abiertos a lo que Dios nos pida, pedirle qué quiere de nosotros y cumplirlo. Convertirse es… SI alguien  no te quiere o si es enemigo tuyo, si se encuentra contigo en la calle, te da la espalda o se va a la otra acera. Pero si es amigo va de cara y tú vas a su encuentro. Convertirse es, si por el pecado estabas de espalda a Dios, volverse y mirarle a la cara. Vivir de cara a él, como los buenos amigos.
San Pablo reza por la comunidad cristiana para que siga creciendo  más y más en el amor, en sensibilidad y en la cercanía de Dios. Esa es también mi oración por vosotros. Os pido que también vosotros recéis por mí.
Si creemos que Dios es nuestra esperanza, nuestra mayor riqueza y la realización de todas las promesas, no estaría de más hacer un rato de oración preguntándonos en la presencia de Dios en qué tenemos puesta, de hecho, nuestra esperanza, cuáles son las verdaderas aspiraciones y las motivaciones más profundas de nuestra vida. Démosle gracias en esta eucaristía por el gran regalo que nos hace enviándonos a su propio Hijo para hacerse uno de nosotros.
P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

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