domingo, 24 de marzo de 2019

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DOMINGO III de CUARESMA -Ciclo C- Reflexión

En tiempo de Jesús, y a lo largo del Antiguo Testamento, era creencia común que las catástrofes y los
males que solían ocurrir a las personas eran consecuencia de sus pecados. “¿Quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?”, preguntaron un día los discípulos a Jesús. “Ni éste pecó ni sus padres”, respondió Jesús (Juan 9, 2).

En el evangelio de hoy es el mismo Jesús quien, sin que se lo pregunten, afirma  que la muerte de unos galileos y de quienes murieron aplastados por una torre, no murieron por sus pecados. Los que quedaron con vida no eran mejores que los muertos. Refuta así la falsa lógica de la retribución. El pecado, cuando es mortal, causa la muerte espiritual, no la corporal. Por eso Jesús aprovecha la ocasión para hacer una llamada a la conversión. 

Cada cual es responsable de sus actos, sean buenos o malos. Somos libres hasta para pecar. Si no hubiera libertad o responsabilidad personal no se produciría el pecado. Es verdad que las circunstancias en que uno vive o actúa pueden influir, a veces poderosamente, en lo que hace u omite. (Y es verdad también que la libertad puede quedar totalmente anulada y entonces se actúa por puro automatismo. En estos casos no existiría el pecado).

Aunque haya muchos factores externos que puedan influir en las decisiones personales, queda siempre a salvo el libre albedrío o el ejercicio de la libertad personal. Y si poderosa es la influencia malsana que se recibe en más de una ocasión, mucho más poderosa es la gracia de Dios que opera en nosotros. De ahí la necesidad de acudir a la fuerza del Espíritu para no caer y de utilizar todos los medios posibles a nuestro alcance para que la gracia opere en nosotros.

Jesús insiste una vez más en la necesidad de la conversión. La conversión viene a ser un proceso continuo de acercamiento a Dios. Nos distanciamos con relativa facilidad, caemos en el pecado y tendríamos que decir como el hijo de la parábola: “Volveré e iré a mi Padre”. Conversión es estar siempre de vuelta al Padre y, en palabras de san Agustín, vivir de cara a él, nunca de espaldas. 

La conversión es un camino que exige constancia y una decisión  renovada de seguir a Cristo siempre y en todo. Es costoso y difícil el caminar en pos de él, pero es un andar seguro y, en definitiva, lleno de gozo. En esto consiste básicamente la conversión que hoy nos pide el Señor.

Dios, además de compasivo y misericordioso, es paciente y espera siempre. Lo viene a decir Jesús con la parábola de la higuera plantada en la viña. Tres años sin dar fruto. Hay que arrancarla, dice el amo de la viña, por pura lógica. Sería lo más normal y natural. Pero el campesino intercede para que espere un año más y el amo cede. Pero el mismo Jesús rompe este esquema para dar lugar a la espera paciente, como expresión de su amor si límite. 

Somos la higuera plantada en la viña de su pueblo. Se nos invita a reconocer con humildad nuestra poquedad, pero la también la fuerza de la gracia que hay en nosotros. Estamos llamados a dar fruto abundante siendo tierra buena y fecundada por la gracia. Sin nuestro esfuerzo y trabajo personal, nada será posible. 

La gracia opera en seres libres, capaces de tomar decisiones audaces, hundiendo nuestra raíz en el mismo Jesús, de quien nos viene todo bien. Y la savia del Espíritu recorrerá todo nuestro ser, dando vida y frutos de verdad.

Hemos de pasar de ser jueces de los demás a mirarnos muy dentro de nosotros mismos para encontrar la verdad. Es la invitación de san Agustín.
P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.


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