domingo, 15 de septiembre de 2019

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DOMINGO XXIV del TIEMPO ORDINARIO -C- Reflexión

Lucas, médico, y que además no conoció personalmente a Cristo, escribió el “evangelio de la misericordia”. Así lo consideran o lo llaman muchos autores. Un ejemplo muy claro es este capítulo 15, en el que Jesús presenta tres parábolas que hablan del perdón y la alegría porque se ha encontrado lo que estaba perdido y se ha recuperado al hijo que había abandonado el hogar paterno.

En la tercera, la llamada parábola del hijo pródigo o del padre bueno, destaca la figura del padre que, lleno de misericordia, espera, acoge, perdona y abraza al hijo que había abandonado la casa familiar, y había dilapidado la herencia que había recibido. Y el padre, lleno de gozo celebra el regreso del hijo y hace fiesta. Es imagen nítida de Dios, padre bueno y compasivo, que, en palabras del Papa, no se cansa de perdonar. Es un Dios que se llena de alegría, especialmente cuando acoge y perdona.
Jesús pronuncia las tres parábolas en respuesta a la actitud de los escribas y fariseos, que, viendo que se acercaban a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo, murmuraban de él diciendo: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”. Incomprensión, envidia, rabia y hostilidad en los escribas y fariseos. Por parte de Dios amor, alegría y perdón.

Echan en cara a Jesús que come con los pecadores. No saben, o no quieren recordar, que en la Biblia el hecho de comer juntos significa compartir amor, amistad y gozo. Cristo sellará en una cena, la víspera de morir, una alianza definitiva de amor con la humanidad. Nadie queda excluido de esta “cena”; a nadie, por muy pecador que sea, o precisamente por eso, se le niega “sentarse a la misma mesa” para compartir el pan con los hijos.

Impresiona la actitud del padre que espera día tras día, siempre, el regreso del hijo. Ve que llega, y, conmovido y lleno de emoción, sale a su encuentro para abrazarlo y perdonarle. El hijo había ensayado unas palabras para decirlas al padre (“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”), pero su padre no le deja terminar. Adivina la actitud de arrepentimiento sincero del hijo, lo besa, lo lleva a la casa (lo reintegra al hogar), y manda hacer una fiesta.

Pero hay alguien en la familia que rehúsa participar en la fiesta: el hermano mayor. No alcanza a comprender el comportamiento de su padre. Es el bueno, dice él, porque siempre ha permanecido en la casa, ha sido muy responsable en su trabajo, no ha ido de fiesta con los amigos…, y se queja y protesta porque a su hermano, vagabundo y mujeriego, le organizan una fiesta por todo lo alto.

Pero el padre es bueno también con él. Le dice: “Tú has estado siempre conmigo y todo lo mío es tuyo”. ¿Qué más podía querer o desear? No valora el cariño del padre, le corroe la envidia y se niega a participar en la fiesta del perdón y la alegría. Es la actitud de los escribas y fariseos que creían ser los preferidos, los buenos, los únicos justos. O es quizás nuestra actitud cuando no valoramos suficientemente el amor de Dios a todos, su perdón abarcador e “incansable”, su alegría por los que regresan arrepentidos de todo.

El amor de Dios no conoce límite. Por tanto, tampoco su misericordia. El límite lo podemos poner nosotros, cuando pecamos y nos negamos a acudir a él. Podemos decir que es un padre con un corazón de madre.

Jesús, enviado por el Padre, “ha venido a buscar lo que estaba perdido” (Lc 19,10). Si hemos pecado, espera siempre nuestro regreso. Pero él, a su vez, sale siempre a nuestro encuentro, y se produce el abrazo del perdón y del gozo. Y se hace fiesta en el cielo. ¡Nada menos!

Podríamos preguntarnos a nosotros mismos: ¿Cuál es la imagen que tengo de Dios? ¿Sólo la de “un Dios que premia a los buenos y castiga a los malos”, o la que nos revela Jesús cuando habla de un Dios infinitamente misericordioso, Padre bueno y compasivo con todos?

San Agustín:
Aunque (el hijo) aún estaba en preparativos para hablar a su padre, diciendo en su interior: “Me levantaré, iré y le diré”, éste, conociendo de lejos su pensamiento, salió a su encuentro. ¿Qué quiere decir salir a su encuentro sino anticiparse con su misericordia? Estando todavía lejos, dice, le salió al encuentro su padre movido por la misericordia. ¿Por qué se conmovió de misericordia? Porque el hijo había confesado ya su miseria. (S 112 A, 6)
P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

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