domingo, 12 de julio de 2020

// //

DOMINGO XV del TIEMPO ORDINARIO (A) Mt 13, 1-13

Salió el sembrador a sembrar. Jesús se había criado en Galilea, tierra de campesi-nos. Él, y la gente que le escuchaba, entendía de sembrados y cosechas. También de árboles y sus frutos, de plantas y flores. Y sabía que la tierra en que trabajaban era dura; a veces, buena, y, en gran parte, pedregosa y abundante en arbustos y hierbajos. De ahí que abundan las referencias de Jesús a esa tierra en forma de parábolas. Una de ellas, muy hermosa, es la que nos presenta el pasaje de este evangelio.

Decía Benedicto XVI que esta parábola es, en cierto modo, una autobiografía de Jesús. Él predicaba su mensaje y el fruto que producía era variado: de aceptación sencilla y gozosa, de rechazo en ocasiones, de cambio de vida en muchos, de indiferencia en otros. Su palabra era la misma, pero las mentes y los corazones de quienes le escu-chaban eran diversos. No importaba: sembraba de manera abundante, a todos por igual, con generosidad. Él era el sembrador que salió de su "casa", enviado por el Padre para acampar entre nosotros y "sembrarnos" su palabra.

Su palabra era él mismo. El es la Palabra. En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Así comienza Juan su Evangelio. Y vino a los suyos, pero muchos no lo recibieron, pero a lo que lo recibieron los hizo hijos de Dios. Rechazo y aceptación. Y los suyos somos nosotros, no sólo el pueblo de Palestina. Quiere sembrar su palabra, o sea, él mismo, en nuestros corazones para que tengamos vida, y la tengamos en abundancia. 

Más adelante dirá, al explicar la parábola de la cizaña, que la buena semilla son los hijos del reino (Mt 13, 38). La semilla no es sólo la palabra que se proclama, sino todo creyente y seguidor de Jesús, que hablará con lo que es, con lo que tiene, con lo que dice. Somos semilla para sembrar en el campo, que es el mundo, la verdadera Pala-bra, que es el mismo Jesús. Una palabra hablada, si no fuera acompañada por la vida, sonaría a sarcasmo, aunque fuera proclamada con elocuencia sublime. Somos -por qué no decirlo- palabra del Señor, porque él se ha "sembrado" en nosotros, ha germinado nuestra fe con la ayuda del Espíritu, su amor se ha derramado en nosotros, nos ha regenerado para una esperanza viva (1 Pe 1, 3) y nos ha hecho hijos de su mismo Padre.

Somos semilla, pero también tierra. Las dos cosas. Nos llama a ser tierra buena, abonada por la gracia, para ser sembradores en el campo del mundo. Si lo fuéramos en verdad, estaríamos escribiendo, también nosotros, nuestra propia autobiografía, como lo hizo Jesús.

Somos "sembrados" y sembradores. En cuanto "sembrados", examinémonos para ver en qué lugar de la parábola estamos. En cuanto sembradores, acojamos la tarea que nos encomienda el verdadero sembrador, Jesús. Id por todo el mundo y proclamad el evangelio a toda la creación (Mc 16, 15). Pero siendo testigos suyos (Hch 1, 8). Nadie queda excluido. Para recordar: antes de ser sembradores, hay que ser palabra, o testigo, lo mismo da.

Y encontraremos en el campo del mundo toda clase de terrenos: duros y resecos, pedregosos, con abrojos abundantes, pero también mucha tierra buena. Más de lo que pensamos.

La semilla de la palabra encuentra mucha indiferencia en el mundo. Es como los granos de trigo del sembrador que caen en el camino. No penetran en la tierra. La dureza del corazón de muchos hace imposible que la semilla de la palabra penetre en él. Rechazan la palabra, rechazan al mismo Jesús.
 Ha venido para que todos tengan vida, y muchos prefieren la muerte del espíritu, como muere el grano de trigo que no ha penetrado en la tierra. 

También hay muchos que oyen la palabra, pero no la escuchan, es decir, no la acogen y dejan que pase. Como la lluvia de agua buena que cae sobre el pavimento de la calle, que se desliza, se evapora y desaparece. Esta agua ha refrescado el ambiente, pero llegará el calor que reseca todo y no producirá vida. Muchos oyen la palabra, que se proclama abundantemente, como "quien oye llover". Oyen la palabra, la escuchan con placer y hasta la acogen, pero la olvidan pronto; no se abren a ella, como sí se abre en surco la tierra buena para acoger la semilla. Los abrojos son los halagos de este mundo, el placer como objetivo supremo, el tener o poseer como un dios que es-claviza, el poder para figurar y sobresalir siendo nada, las preocupaciones de la vida que nunca faltan.

Pero abunda la tierra buena. Abundan los creyentes sencillos, como las gentes de Galilea. También los cultos, que se han topado con la verdadera Palabra y han sido transformados. Hombres y mujeres de buena voluntad de todo pueblo y nación, ham-brientos de la verdad. Ancianos y niños, y jóvenes que se van abriendo paso en la vida alentados por la palabra. Todos ellos son tierra buena que se abre en surco cuando pasa el sembrador a depositar en ella la semilla.

Jesús nos pide generosidad sin escatimar nada. Nuestra tarea es sembrar. El Espíri-tu hará que germine la semilla y que crezca hasta dar fruto abundante, en nosotros y quienes nos vean u oigan.

San Agustín:
Arranquemos las espinas, preparemos el terreno, recibamos la simiente, perseve-remos hasta la siega, aspiremos a ser recibidos en los graneros. (S 101).

Ayer me dirigí al camino, me dirigí a los pedregales, me dirigí a los zarzales y les dije: «Cambiad, mientras os es posible; romped con el arado la dureza del terreno, quitad las piedras del campo, arrancad las zarzas de la tierra. No tengáis un corazón duro en el que muera pronto la palabra de Dios. No tengáis tan delgada capa de tierra, que la raíz de la caridad no pueda alcanzar profundidad. No ahoguéis con las preocupaciones y apetencias seculares la buena semilla que mi fatiga esparce en vosotros. Realmente quien siembra es el Señor, pero yo soy su bracero. Sed tierra buena». (S 73, 3)
P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

0 Reactions to this post

Add Comment

Publicar un comentario