viernes, 10 de julio de 2020

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La primera ocupación de la vida: elegir lo que se ha de amar

Duro y pesado parece el precepto del Señor de que quien quiera seguirle ha de negarse a sí mismo. Pero no es duro ni pesado lo que manda el que ayuda a hacer lo que manda. Pues también es cierto lo que se le dice en el salmo: Por las palabras de tus labios he seguido ásperos caminos (Sal 16,4). Y es verdadero también lo que dijo él mismo: Mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11,30). La caridad convierte en suave lo que los preceptos tienen de duro. Sabemos qué grandes cosas hace el amor. Con frecuencia este amor es reprobable y lascivo: ¡cuántas calamidades han sufrido los hombres, por cuántas deshonras han tenido que pasar y tolerar para llegar al objeto de su amor! Es igual que se trate de un amante del dinero, es decir, de un avaro; o de un amante de cargos públicos, es decir, de un ambicioso; o de un amante de los cuerpos hermosos, es decir, de un lascivo. Pero ¿quién puede enumerar todos los amores? Considerad, sin embargo, cuánto se fatigan todos los amantes y, no obstante, no sienten la fatiga; y más fatigas asumen cuando alguien les impide sufrir esas mismas fatigas. Si, pues, la mayor parte de los hombres son como son sus amores, de ninguna otra cosa debe uno preocuparse en la vida sino de elegir lo que ha de amar. ¿De qué te extrañas de que el que ama a Cristo y quiere seguirlo, por fuerza del mismo amor se niegue a sí mismo? Pues si, amándose a sí mismo, el hombre se pierde (Cf Mc 8,35), negándose a sí mismo, se reencuentra al instante.
 S 96, 1



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