sábado, 23 de enero de 2021

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EL ENGRANDECIMIENTO DEL ESTADO, LOGRADO SOLAMENTE MEDIANTE LAS GUERRAS,¿DEBE CONSIDERARSE COMO UNO DE LOS BIENES DE LA SABIDURÍA O DE LA FELICIDAD?

 

Pasemos ya a considerar el peso de las razones que asisten a los paganos para que tengan la osadía de atribuir la gran amplitud y la larga duración de la dominación romana a esos dioses, cuyo culto se empeñan en llamar honesto, cuando ha sido realizado por medio de representaciones escénicas envilecidas, y a través de hombres no menos envilecidos. Quisiera antes, no obstante, hacerme una breve pregunta: ¿cuáles son las razones lógicas o políticas para querer gloriarse de la duración o de la anchura de los dominios del Estado? Porque la felicidad de estos hombres no la encuentras por ninguna parte, envueltos siempre en los desastres de la guerra, manchados sin cesar de sangre, conciudadana o enemiga, pero humana; envueltos constantemente en un temor tenebroso, en medio de pasiones sanguinarias; con una alegría brillante, sí, como el cristal, pero como él, frágil, bajo el temor horrible de quebrarse por momentos. Para enjuiciar esta cuestión con más objetividad, no nos hinchemos con jactanciosas vaciedades, no dejemos deslumbrarse nuestra agudeza mental por altisonantes palabras, como «pueblos», «reinos», «provincias». Imaginemos dos hombres (porque cada hombre, a la manera de una letra en el discurso, forma como el elemento de la ciudad y del Estado, por mucha que sea la extensión de su territorio). De estos dos hombres, pongamos que uno es pobre, o de clase media, y el otro riquísimo. El rico en esta suposición vive angustiado y lleno de temores, consumido por los disgustos, abrasado de ambición, en perpetua inseguridad, nunca tranquilo, sin respiro posible por el acoso incesante de sus enemigos; aumenta, por supuesto, su fortuna hasta lo indecible, a base de tantas desdichas, pero, a su vez, creciendo en la misma proporción el cúmulo de amargas preocupaciones. El otro, en cambio, de mediana posición, se basta con su fortuna, aunque pequeña y ajustada; los suyos lo quieren mucho, disfruta de una paz envidiable con sus parientes, vecinos y amigos; es profundamente religioso, de gran afabilidad, sano de cuerpo, moderado y casto en sus costumbres; vive con la conciencia tranquila. ¿Habrá alguien tan fuera de sus cabales, que dude a quién de los dos preferir? Pues bien, lo que hemos dicho de dos hombres lo podemos aplicar a dos familias, dos pueblos, dos reinos. Salvando las distancias, podremos deducir con facilidad dónde se encuentran las apariencias y dónde la felicidad.

Así, pues, cuando al Dios verdadero se le adora, y se le rinde un culto auténtico y una conducta moral intachable, es ventajoso que los buenos tengan el poder durante largos períodos sobre grandes dominios. Y tales ventajas no lo son tanto para ellos mismos cuanto para sus súbditos. Por lo que a ellos concierne, les basta para su propia felicidad con la bondad y honradez. Son éstos dones muy estimables de Dios para llevar aquí una vida digna y merecer luego la eterna. Porque en esta tierra, el reinado de los buenos no es beneficioso tanto para ellos cuanto para las empresas humanas. Al contrario, el reinado de los malos es pernicioso sobre todo para los que ostentan el poder, puesto que arruinan su alma por una mayor posibilidad de cometer crímenes. En cambio, aquellos que les prestan sus servicios sólo quedan dañados por la propia iniquidad. En efecto, los sufrimientos que les vienen de señores injustos no constituyen un castigo de algún delito, sino una prueba de su virtud. Consiguientemente, el hombre honrado, aunque esté sometido a servidumbre, es libre. En cambio, el malvado, aunque sea rey, es esclavo, y no de un hombre, sino de tantos dueños como vicios tenga. De estos vicios se expresa la divina Escritura en estos términos: Cuando uno se deja vencer por algo, queda hecho su esclavo.    

(CD IV,3)

 

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