“Sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien”; así
define la RAE la palabra compasión. El verbo compadecer equivale a padecer-con.
Es decir, a sufrir con el sufre, a llorar con quien llora, a padecer con quien
padece. En el cuarto cántico del Siervo del Señor afirma el profeta: Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó
nuestros dolores (Is 53, 4). Así estaba anunciado siglos antes, así se
cumpliría en Jesús. Soportó o cargó sobre sí todo el dolor del pueblo.
Era
el dolor, en muchos, de sentirse abandonados, ninguneados, solos, como ovejas a
la deriva sin pastor que las cuide, acompañe y alimente. Por eso se acercan a
Jesús, atraídos por lo que se decía de él, por “el buen nombre” que corría de
boca en boca, por su cercanía a los más débiles, y eran tantos los que iban y venían, que Jesús y los discípulos
no encontraban tiempo ni para comer. Por eso busca Jesús un lugar apacible para
descansar con ellos. Pero no fue posible el descanso. Eran tantas las ovejas
hambrientas de pan y de la palabra, que Jesús, movido a compasión, tuvo que
atender.
La
compasión es una de la expresiones más hermosas y entrañables del amor. Y si a
ella se une la misericordia, la acción que se emprenda en favor del débil será
la manifestación más clara de un Dios
que es amor. La compasión es un sentimiento, la misericordia es la compasión
puesta en acción. Por eso Jesús atendía siempre con ternura y delicadeza a
quienes, movidos por una necesidad grave, acudían a él para verle, oírle y
pedirle. Porque, afirma Santiago en su Carta: El Señor es compasivo y
misericordioso (St 5,
11)
Fueron
varios los momentos en que Jesús se mostró compasivo y misericordioso. Entre
otros: Con la viuda de Naim: Al verla, el
Señor tuvo compasión de ella, y le dijo: No llores, y le entregó vivo a su
hijo (Lc 7, 13). Y al desembarcar, vio
una gran multitud, y tuvo compasión de ellos y sanó a sus enfermos (Mt 14,
149). Con dos ciegos: Entonces Jesús,
movido a compasión, tocó los ojos de ellos, y al instante recobraron la vista,
y le siguieron (Mt 20 34). Y lloró ante la tumba de su amigo Lázaro: Jesús lloró. Por eso los judíos decían:
Mirad, cómo lo amaba (Jn 11, 34-38). Y en muchos momentos más.
Los
discípulos habían regresado muy contentos de la misión que les había
encomendado Jesús, el trabajo había sido agotador y necesitaban descansar. Y
Jesús, también. Pero la gente lo buscaba con ansia para verle, escuchar su palabra y ser curados
de sus males. Las palabras de Jesús venid
vosotros a solas a un lugar desierto a descansar un poco, se quedaron en
puro deseo. Tenía que atender a la gente que iba y venía de todos los pueblos en su busca. La compasión era su
debilidad, pero también su fuerza. No podía esconderse y desentenderse de la
gente (esta era su debilidad), y los atendió con toda la carga de su amor (era
su fuerza). En palabras de San
Agustín: “La compasión de Dios es la grandeza de Dios” (Sobre el ev. De Juan
14, 5). Sintió compasión y se puso a enseñarles largamente y a
proporcionarles pan para su hambre.
San
Pablo nos invita a tener los mismos sentimientos de Cristo (Fil 2, 5). Pero es
el mismo Jesús quien nos dice de forma categórica: Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo (Lc 6, 36). O como
era él mismo, como aparece a lo largo de todo el Evangelio. Hay mucha miseria
moral y física en este mundo: niños y mayores que mueren de hambre, enfermos
sin acceso a la sanidad pública o privada, explotados y torturados, familias
sin hogar donde cobijarse, o ricos de cosas pero vacíos por dentro, matrimonios
rotos y fracasados, los exiliados y rechazados… La lista sería larga. Lo dice
el evangelio a su manera: Eran muchos los
que iban y venían. Y hoy son muchos los que son o están.
La
compasión no cabe en los corazones endurecidos por el egoísmo, no conoce la
indiferencia ante el dolor de muchos; la compasión es un sentimiento
profundamente arraigado en el interior de todo seguidor de Jesús. Nuestro mundo
sería otro, la sociedad sería más fraterna y solidaria, la familia viviría más
unida, si en vez de egoísmo hubiera amor, en vez de soberbia hubiera sencillez,
en vez de rencores acumulados hubiera perdón y cercanía, en vez de frialdad en
la relación con los otros ardiera de amor el corazón, en vez de temperamentos
hoscos y gestos ceñudos y adustos pusiéramos siempre ternura en las palabras y
en los gestos.
Dice
el Papa Francisco que el lenguaje de Dios Padre es la compasión. Lo fue también
el de Jesús. Debería ser también nuestro lenguaje. Es decir, dejar que hable
nuestro corazón y que broten de él actitudes de acogida, amor gratuito y
generoso, ternura piedad. Son entrañables las palabras del salmo 102: Como un padre siente ternura por sus hijos,
siente el Señor ternura por sus fieles (Salmo 102, 13). Y también, como el
amor de una madre: ¿Puede una madre no
tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no
te olvidaré (Is 49, 15).
Amor
de ternura necesita este mundo nuestro. La ternura no indica debilidad de
carácter. Todo lo contrario: es, más bien, fuerza que derriba barreras y
levanta puentes para el encuentro con amor entrañable. Es cariño puro, es
dulzura en el trato, delicadeza en los detalles, apertura amplia y acogedora. Es el aceite que suaviza el engranaje de
la relación entre las personas. Gracias a ella, la relación interpersonal se
hace profunda y duradera. Hay escasez de ternura en nuestro mundo; sin ella,
nos sentimos huérfanos de un amor cálido, gratuito y generoso. El Evangelio de
Jesús rezuma ternura en todas sus páginas.
San Agustín:
Ahora, en este tiempo de fatigas, mientras nos hallamos en la
noche, mientras no vemos lo que esperamos y caminamos por el desierto hasta que
lleguemos a la Jerusalén celestial, cual tierra de promisión que mana leche y
miel; ahora, pues, mientras persisten incesantes las tentaciones, obremos el
bien. Esté siempre a mano la medicina para aplicarla a las heridas
prácticamente cotidianas, medicina que consiste en las buenas obras de
misericordia. En efecto, si quieres conseguir la misericordia de Dios, sé tú
misericordioso (Sermón
259, 3).
P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.
¿Cuáles han sido los momentos en mi vida en
los que sentí una verdadera compasión y actué con misericordia? ¿Soy compasivo como era Jesús? ¿En que podría
mejorar para imitarle mejor? ¿Soy lo suficientemente compasivo como
para interiorizar el sufrimiento del prójimo hasta hacerlo también mío? ¿Soy, en ocasiones, hosco y rudo con mis
palabras y mis gestos? ¿Cómo
interpreto y hago mías las palabras de san Agustín? |
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