lunes, 13 de febrero de 2017

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Lectio Divina Domingo VI Tiempo Ordinario

    Tal vez no se nos ocurre preguntarnos: nuestra vida ¿es alegría verdadera, vivida serenamente y con testimonio de la presencia de Dios o es en una alegría de ocasión que solo se crea climas artificiales? La pregunta tiene hoy fondo desde la Palabra de Dios: ¿es prudencia cumplir la voluntad de Dios? ¿Creemos que Dios todo lo ha revelado por el Espíritu? ¿Es cierto que quien cumple y enseña los preceptos del Señor será grande en el reino de los cielos? La Palabra de Dios nos adelanta el ámbito en el que debe realizarse la persona creyente ya que toda motivación lleva a un efecto: una actitud limpia y convencida del bien produce felicidad y paz. Lo que el cristiano debe evitar es vivir de puras fachadas, que es lo mismo que decir que se ríe o no según las circunstancias pero el hecho es que necesitamos buscar bases o fundamentos para que se viva la fe con verdad¸ convicción y esperanza en el Señor.

    La Palabra no solo prepara un camino: nos sitúa ante la verdad de Dios: es inmensa la sabiduría, es grande su poder y lo ve todo; enseñamos una sabiduría divina; si no sois mejores que los letrados y fariseos, no entraréis en el reinio de los cielos. Creer es situarnos ante Alguien de quien recibimos todo, de Quien sentimos en nuestro corazón una presencia que es eterna y que se actualiza en el caminar de cada día. Y esta experiencia de Dios solo tiene lugar en la humildad y crea un margen profundo en la fe. Tal vez, no se tiene en cuenta que el camino cristiano está señalado por Dios y así aprendemos algo muy importante: lo que en la fe y desde la fe produce necesariamente gozo, una superación de lo superficial y, como es lógico, profundiza en el alma   y nos lleva a salir de lo repetido para pensar cómo podemos fundamentarnos en Dios y no en nosotros mismos.

    Vivir la fe es sentirse amado por Dios: El conoce todas las obras del hombre. Pasamos mucho tiempo en la vida importando la prisa por hacer de la alegría y de la felicidad un bien de consumo; queremos gozar a prisa, pretendemos que el esfuerzo sea cuanto menos mejor y nos engañamos que es un gusto. A la postre, nos quedamos vacíos ya que olvidamos lo más importante: ni el ojo vio ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado par los que lo aman. La historia del hombre, la nuestra, es un proyecto de salvación, no una rutina en la propia historia; algo así como que el creyente siente en su interior una llamada que le vivifica y le sostiene para dar a su existencia un ritmo fuera de lo común. La base de todo es la gracia que, en definitiva, es un Dios presente que inicia la obra buena y la lleva hasta el final. Tal vez, el cristiano no se plantea que su vida es un constante proceso de evangelización, un camino que comienza el Señor y dejando a la libertad humana la posibilidad de una respuesta que, en definitiva, le llene de alegría. Cada uno intentamos conseguir  felicidad o un triunfo que tenga señales personales y eso es muchas veces un peligro ya que olvidamos el camino del Señor no creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas; no he venido a abolir sino a dar plenitud.

    En el evangelio de hoy, y frente a la ley, se manifiestan fácilmente dos actitudes radicalmente distintas y distantes: estar pendientes de cumplir la ley a rejatabla y dejar de lado como si no existiera. Y eso nos debe plantear a los cristianos la necesidad de encontrar el modelo de Jesucristo so pena de ser legalistas sin amor o de manga ancha. Cuando Jesús aborda el tema de la ley o la fidelidad a ella, lleva a sus oyentes, también a nosotros hoy, a enseñarnos que su punto de partida es el conjunto de las leyes escogidas en la ley de Moisés y en las enseñanzas de los profetas. La dificultad nace cuando nosotros nos agarramos totalmente a la ley y dejamos de lado la fidelidad a la misma, De ahí, la enseñanza de Jesús: no he venido a abolir la ley sino a dar plenitud. Lo importante para un cristiano no está en el cumpimiento de la misma sino en la obediencia a la voluntad de Dios y aquí no valen las escapatorias. La ley de Dios ha de ser amada y, por lo tanto, está claro que, en ese sentido, lo único importante es el amor a Dios.

NUESTRA REALIDAD
    Le fe es un hermoso regalo que se nos concede así y que en la mayoría de los casos no tiene en nosotros esa aceptación libre, deseada y querida, que ensancha la mirada hacia Dios y nos sitúa como personas creyentes y con una capacidad soñadora de la verdadera felicidad. El horizontre lo tenemos en el evangelio de hoy: todo él es horizonte amplio, espacio ilimitado para el desarrollo y expresión del amor. Dios se hace tan entrañable que no queda sin ser adorado y amado, glorificado y ensalzado.

    Si pensáramos qué es la vida cristiana deberíamos llegar a la  oonvicción de ser un canto a la libertad ya que Dios mismo es el que nos muestra el camino de las leyes, nos enseña a cumplir su voluntad y a guardarla de todo corazón. Es hermoso sentir el sentido cristiano de la vida cuando se fundamenta en la Sabiduría del Señor y que Él nos abre los ojos para contemplar las maravillas  de su voluntad. En este sentido nos sentimos urgidos por el comportamiento de Jesús: la Ley es la declaración de la Alianza y nada de eso ha sido suprimido o caducado. Pero inmediatamente nos advierte: el espíritu no puede ser ahogado por la letra, que la ley no separe la profecía     que canta la historia de amoer entre Dios y la humanidad.

EXAMEN y ORACIÓN
    El ambiente -puede sonar¬ a repetido tópico-, no es nada proclive para sentir las bases de una plenitud en el servicio filial, de amor, a Dios. El tema no puede dejarse tal cual como si fuera una mera constatación, es un compromiso auténtico y exigente de la fe. No hay duda que en el hoy de nuestro tiempo deberíamos escuchar  también la voz del Señor, incluyendo a todos, que nos dijera: os lo aseguro: si no sois mejores que los letrados y fariseos,  no entraréis en el Reino de los Cielos. El mero hecho de cumplir no satisface ni tampoco lo quiere así el Señor. Él quiere  de nosotros un amor limpio que haga tambalear esquemas donde nos encerramos a veces en nuestros deseos de méritos y olvidemos su amor salvador por todos.

    Pensemos si en el camino de la santidad, camino del cristiano, juega un papel esencial la acción del Espíritu. Él es el instrumento de la revelación de la sabiduría de Dios a los creyentes y que nos conduce por el camino de la verdadera libertad: a vosotros os basta decir: <sí> o <no>. Lo que pasa de ahí viene del Maligno. Es cierto que no podemos sentirnos capaces de llevar una vida cristiana completa de virtud y, por eso mismo, es necesario tener muy en cuenta la oración-colecta: Señor, tú que te complaces en habitar en los limpios de corazón, concédenos vivir por tu gracia de tal manera que merezcamos tenerte siempre contigo.

CONTEMPLACIÓN
    Debemos reprender con amor; no con deseo de dañar sino con afán de corregir. Si fuéramos así, cumpliríamos con exactitud lo que la ley nos ha aconsejado: <si tu hermano peca contra ti, corrígele a solas>. ¿Por qué le corriges? ¿Porque te duele el que haya pecado contra ti? De ninguna manera. Si lo haces por amor propio, nada haces. Si lo haces por amor hacia él, obras exactamente. Considera en las mismas palabras por amor de quién debes hacerlo, si por el tuyo o por el de él. <Si te escucha -dijo- has ganado a tu hermano>. Hazlo, pues, por él, para ganarlo a él. Si haciéndolo lo ganas, no haciéndolo se pierde. ¿Cuál es la razón por la que muchos hombres desprecian estos pecados y dicen: <Que he hecho de grande; pecado contra un hombre?> No los desprecies. Pecaste contra un hombre; ¿quieres saber que pecando contra un hombre pereciste? Si aquel contra quien pecaste te hubiese corregido a solas y lo hubieras escuchado, te habría ganado. Pues, si no hubiese perecido, ¿cómo te hubiera ganado? Que nadie, pues, desprecie el pecado contra el hermano. Dice en cierto lugar el Apóstol: <Así los que pecáis contra el hermano y herís su débil conciencia pecáis contra Cristo>, precisamente porque hemos sido hechos miembros de Cristo (san Agustín en Sermón 82, 4-5).

ACCIÓN.- Pidamos al Señor perdón por nuestros pecados,
P. Imanol Larrínaga

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