domingo, 1 de agosto de 2021

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DOMINGO XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO(B) Jn 6, 24-35

 Yo soy el pan de la vida

Más de cinco mil personas habían saciado su hambre con el pan y los peces que Cristo había bendecido y multiplicado para ellos. Pero querían más: más pan, más peces, más alimento para llenar sus estómagos. Era su estómago vacío lo que les movía a buscar al profeta que se había presentado en sus vidas. No les interesaba tanto la persona de Jesús, cuanto lo que podía darles. Por eso lo buscan. Pero Jesús, una vez encontrado, les dice: Me buscáis, no porque hayáis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros.

Jesús había llenado sus estómagos vacíos y ahora quiere llenar su corazón, vacío también, con un alimento que no perece. Para sorpresa de ellos, aprovecha su desconcierto para ofrecerles un alimento que perdura hasta la vida eterna. No acaban de entender. Creen que Jesús les ofrece pan para toda la vida. Por eso le dicen: Señor, danos siempre de ese pan. Y es en ese momento cuando Jesús hace, a ellos y a nosotros, la gran revelación de sí mismo: Yo soy el pan de vida. El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que cree en mí, nunca más tendrá sed.

Es el primer Yo soy que aparece en el evangelio de Juan. (Hay otros: Yo soy la puerta, yo soy el camino, yo soy el buen pastor...) Esta expresión evoca o recuerda las palabras de Yaveh cuando Moisés le preguntó cuál era su nombre. Yo soy el que soy, le respondió Yaveh. Ese es su "nombre". Dios es el que es. Jesucristo, Dios, es también el que es.  

Yo soy el pan de vida. El pan, en el común hablar de la gente, simboliza el alimento necesario para ingerir diariamente para que nuestro organismo pueda estar sano y funcionar debidamente. Si faltara el alimento de modo permanente, sobrevendría la enfermedad y la muerte. No habría vida. Al afirmar Jesús que él es el pan de la vida, significa que él es, en sí, la vida para todos. La vida plena y para siempre. Basta creer en él con fe viva: En verdad, en verdad os digo: El que cree tiene vida eterna. Los dos verbos están en presente. Ya, ahora y aquí. Una vida eterna, inicial aquí, en este mundo, y que se prolongará y será plena más allá de las fronteras de la muerte:  El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá.

El pan-alimento material es vida para los humanos. El pan-alimento-Cristo es vida nueva para todos. Lo reafirmará más adelante (Jn 14, 6). Y san Pablo dirá de sí mismo: Para mí la vida es Cristo (Fil 1, 21). Y en otro lugar: Vivo yo, pero no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí (Ga 2, 20). Y este es el testimonio de san Agustín: "Es la Verdad (Cristo) sin cambio ninguno. La Verdad es Pan; da sustento a las almas, sin menguarse; renueva al que lo come; ella no sufre transformación" (Sobre el ev. de Juan 41, 1)

Cristo es el pan vivo que ha bajado del cielo, es la vida nueva a la que nacimos en el bautismo y que mantenemos por la gracia. Quien coma de ese pan, es decir, quien crea en Cristo quedará saciado y nunca más tendrá hambre. Está claro que tendremos que ir llenando siempre el estómago con el alimento material, pero el corazón de quien se alimente de Cristo por la fe en él, no tendrá más hambre de él, porque quedó totalmente saciado. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás.

Y aunque Jesús alimentó a miles con cinco panes sorprendentemente multiplicados, todos ellos también volvieron a tener hambre, y luego murieron. Sin embargo, quien coma del pan que Cristo nos da vivirá para siempre.

Jesús no sólo se preocupaba por los estómagos hambrientos, como nos narra hoy el evangelio, sino que se preocupaba sobre todo por los corazones vacíos. Vino para llenar de justicia y paz, de amor y perdón, de su palabra y de vida nueva, a los corazones hambrientos. Cristo es alimento vivo, que nunca caduca, disponible siempre, apetitoso y "manjar exquisito", necesario e imprescindible para todos. Se da y no disminuye. Se multiplica milagrosamente. Entrega su vida para que tengamos vida y vida en abundancia (Jn 10, 10).  

Nosotros, como la multitud que buscaba a Jesús, tenemos también hambre, no tanto de pan, sino de muchas otras cosas: dinero y bienestar, seguridad y paz, salud y amor, trabajo digno para satisfacer muchas necesidades y ciertos caprichos... Todas buenas y necesarias, pero que llenan de momento el "el estómago" sin poder saciar de modo permanente nuestra hambre. Como ocurre en muchos aparatos o dispositivos electrónicos, hay que ir realimentando nuestros "estómagos" siempre insatisfechos.

Pero tenemos también hambre de Cristo: Hambre de su pan, de su palabra, de su presencia, de su amor, de vivir su misma vida, de su mismo cuerpo en la eucaristía... Hambre y sed de una fe más crecida y madura. Hambre para saciarnos y dejar de tener hambre. Hasta que, al poseerlo, dejemos de tener hambre de él.

Los santos, canonizados o no, no tenían muchas cosas, pero poseían el TODO. Dios era para ellos la gran y única riqueza. Muchos de ellos fueron perseguidos y torturados; otros, trabajaron en el servicio desinteresado a los demás; todos morían sabiendo que la vida nueva que habían vivido en Cristo sería plena y definitiva con Dios en el cielo. Habían sabido alimentarse con lo único verdaderamente necesario: el pan vivo de Cristo.

San Agustín:

Con la comida y bebida apetecen los hombres  quitar el hambre y la sed; pero en realidad eso sólo lo consigue este pan y bebida, que hace a los que lo toman inmortales e incorruptibles; es decir, la misma sociedad de los santos, donde habrá paz y unidad plena y perfecta (Sobre el ev. de Juan 26,17)

P. Teodoro Baztán Basterra

 

¿A qué clase de "alimentos" acudo para sentirme satisfecho y feliz? ¿Cuál es mi experiencia en este sentido?

¿Conozco personas que, teniéndolo todo, son plenamente felices? ¿Por qué? ¿Y gente que tienen poco o nada y son felices?

¿Qué me dice mi fe en todo esto? ¿Qué me pide o exige?

¿Conozco familias con hambre de pan, sin recursos ni posibilidad de adquirirlo? Si es así, ¿a qué me compromete esa realidad?

¿Cómo interpreto y hago mías las palabras de san Agustín?

 

 

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