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Una característica muy propia e ineludible de todo creyente es seguir a Jesús. El seguimiento implica adhesión a su persona. Le siguen, y se adhieren a él, quienes, desde el bautismo, tienen a Jesús siempre en punto de mira, hacen suyos sus mismos sentimientos, luchan contra el pecado y viven en gracia, llevan su cruz asociada a la de Cristo, comparten con los hermanos, quienesquiera que ellos sean, lo que de lo alto han recibido, mantienen viva su fe, fuerte el amor y firme la esperanza.
Quien
vive lo anterior, tarea nada fácil pero siempre posible con la ayuda del
Espíritu, es discípulo de Cristo. Lo propio del discipulado cristiano es el
seguimiento al Maestro, no sólo el aprendizaje y la práctica de ciertas
doctrinas por muy buenas que sean, como los discípulos de los grandes maestros.
El discípulo cristiano compromete su vida para que sea, en lo posible, como la
de su maestro; en este caso, de Jesús.
La
vida del discípulo será siempre un camino. Hasta el enfermo más impedido o
totalmente inválido puede ser un seguidor muy fiel de Jesús. Es un camino en el
espíritu. Es un camino de entrega generosa a Jesús, de acogida de su palabra,
de pasar haciendo el bien como él. Seguir a Jesús significa dejar todo lo que
de una u otra manera pudiera impedir caminar con él. Quien se apega a lo que
tiene, se sigue a sí mismo (valga la expresión), y en su vida no habrá gozo,
sino tristeza, como ocurrió con el joven que fue incapaz de dejar sus riquezas
y aceptar la propuesta que le hizo Jesús (Cf. Mc 17, 22).
En
este pasaje del evangelio Jesús quiere sacudir nuestra conciencia. Para él, no
valen las posturas intermedias o ambiguas: "el sí, pero no";
"más tarde, ahora no"; "déjame que lo piense mejor";
"de momento no puedo..." Quiere que le sigamos sin reservas ni
condiciones previas. No valen tampoco las falsas seguridades: el dinero, la
familia, mi bienestar. Nuestra actitud debe ser: "Primero Dios, después,
todo lo demás, por muy bueno que sea". Cuando colocamos a Jesús en primer
lugar, todo lo demás queda dignificado y multiplicado por él. Y recibiremos el ciento por uno (Mt 19, 29).
No
es posible seguir a Jesús con la mirada puesta en lo que hemos dejado. No es
posible avanzar en pos de él si estamos anclados en el pasado; y tampoco si
seguimos sometidos y esclavizados a lo que somos o tenemos. El creyente en
Jesús mira siempre al futuro, camina hacia nuevos horizontes, impulsado por el
Espíritu, siempre inalcanzables pero que nos arrastran con una gran fuerza de atracción.
El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el
reino de Dios. Emprendido el camino en pos de Jesús, será él lo
único necesario, la meta que se encuentra al final del recorrido, y no otra.
Nuestro futuro es Dios. Cristo nos lleva hacia
él: Nadie va al Padre sino por mí (Jn 14, 6). Sólo Jesús es El
Camino. No hay otro. Además de Camino es compañero de viaje,
caminante con nosotros. Hay senderos que nos pueden desviar de la ruta que
hemos emprendido: la familia, nuestros caprichos y ciertas apetencias,
aspiraciones a ras del suelo, la ambición y el apego a lo que tenemos... Jesús
quiere que caminemos desnudos de todo: No llevéis nada para el camino: ni
bastón ni alforja, ni pan ni dinero... (Lc 9, 2). Únicamente la fe en él
como bastón; el amor como alforja; el pan, que es él, como viático; sin dinero,
porque estorba y sobra.
Él, Jesús, no tiene donde reclinar la cabeza.
El discípulo sigue a Alguien que no tiene nada, pero que es el TODO. Siendo
rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza (2 Co 8,
9). Clavado en la cruz, pobre y privado de todo, revela la plenitud del amor de
Dios. Se ha vaciado de sí mismo para llenar al hombre con la riqueza de una
vida nueva y plena. Desde entonces, los creyentes, sus discípulos y seguidores,
no podemos dejarnos contaminar por los contravalores de este mundo. Quiere que
fijemos la mirada en lo esencial, que busquemos sobre todo el reino de Dios; lo
demás se nos dará por añadidura (Cf Mt. 6, 33).
Te seguiré adonde quiera que vayas, le dice otro,
pero con una condición: Déjame primero despedirme de los de mi casa. Éste
no vale tampoco para ser discípulo suyo. No instalemos a Jesús, por sus
palabras, en un radicalismo cruel e inhumano. Habla así para indicar que no
retrasemos la intención de seguirle. La entrega total a Jesucristo no impide
decir adiós a los nuestros, con tal de que no nos dejemos atrapar por
ellos. Es una manera de decir adiós a todos, parientes, amigos,
compañeros, etc., si fueran, de hecho,
un impedimento más para seguir a lo único necesario.
Este pasaje del evangelio nos anima a revisar
nuestra condición de discípulos y seguidores de Jesús. Con la ayuda del
Espíritu podremos discernir y conocer mejor nuestras aspiraciones y nuestras
debilidades; acercarnos cada vez más y mejor a Jesús, a quien queremos seguir;
evaluar la madurez de nuestra fe, la solidez de nuestro amor a él, la firmeza
de nuestra esperanza. No basta la buena voluntad si no está afincada en la roca
que es Jesús. No es suficiente el sentimiento de sentirnos bien, porque podría
ser voluble y tornadizo.
El discipulado cristiano compromete toda nuestra
vida. Trastoca muchos de nuestros planes y proyectos. Desbarata aspiraciones,
muchas de ellas legítimas y buenas. Nos exige capacidad de desprendimiento de todo
lo que pudiera desviarnos del camino emprendido. Se requiere un esfuerzo
constante para seguir caminando. Nuestra identificación con Cristo debe aumentar
día a día; debemos ir siempre al fondo del corazón, limpiarlo de ciertas
impurezas,
porque del corazón del hombre es de donde sale lo que mancha al hombre (Mc
7,14). El verdadero discípulo de Jesús vive con gozo el seguimiento al Maestro.
Y su gozo se acrecienta en la medida en que se va desprendiendo de muchas
ataduras y querencias a las que está apegado.
El
discípulo de Jesús no se busca a sí mismo; se realiza en la medida en que se
olvida de sí y se entrega en el servicio am los demás. Aprende del Maestro a
ocupar el último lugar, considera que es más sabio compartir que retener.
Adopta el estilo de vida marcado por Jesús en el Evangelio. Ante el prójimo, o
ante Dios, se pone en juego, no sólo la acción, sino también el
corazón, el alma y la mente. Se requiere osadía santa y
ser conscientes de los riesgos que implica, dada nuestra fragilidad y la
tentación siempre presente del cansancio o la pereza. Recordemos: Cristo camina
con nosotros. Y el Espíritu es gozo, fuerza y luz.
San Agustín:
Escogió sus discípulos y los llamó apóstoles: de
humilde nacimiento, desconocidos, sin letras, a fin de que, cuando llegaran a
ser grandes o hicieran algo grande, lo fuera y lo hiciera Él en ellos (Ciudad de Dios
18,49). Camina, pues, en Cristo y canta
gozoso, canta como consolado porque te antecedió el que te mandó que lo
siguieses (Comentario al salmo 125,4).
P. Teodoro Baztán Basterra, OAR
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