domingo, 23 de octubre de 2022

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DOMINGO XXX del TIEMPO ORDINARIO (C) Lc 18, 9-14


¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador

Parábola breve, hermosa y muy clara. Tan clara, que se entiende por sí misma. No precisa mayor explicación. Cualquiera, hasta los más sencillos, la entienden y captan fácilmente su mensaje. De ahí que sobran las palabras de quien esto escribe. Pero voy a ser un osado para decir algunas cosas. No quisiera opacar lo más mínimo el mensaje de Jesús. Pretendo solamente releer a mi manera lo que está escrito.

Jesús describe con mucha precisión las características de dos grupos muy conocidos en Israel: los fariseos y los publicanos.

Los fariseos se caracterizaban por observar escrupulosamente la Ley de Moisés. Hasta hacían ostentación pública de ello. Aparentaban ante el pueblo rigor y austeridad, pero su religiosidad era externa. Cumplían rigurosamente con la literalidad de lo prescrito y eludían su espíritu. De ellos dice Jesús que eran hipócritas, sepulcros blanqueados por fuera, pero, por dentro, llenos de podredumbre (Cf Mt 23, 27). Confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás.

Los publicanos se denominaban así porque ejercían o desempeñaban un oficio público detestado por el pueblo. Se dedicaban a recaudar impuestos para el Imperio romano. Eran considerados pecadores públicos por dos razones: Primero, porque colaboraban con un poder extranjero, y ningún judío podía reconocer otra autoridad que no fuera la de Dios. Segundo, porque se veían obligados a cobrar más de lo establecido para beneficio propio. Cobraban más de lo establecido con el fin de ganar para ellos un dinero. Es decir, robaban. Algunos de ellos, pocos o muchos, se enriquecían con el ejercicio de su profesión. Zaqueo, por ejemplo.

Acuden al templo a orar un fariseo y un publicano. Su forma de orar retrata a cada uno de ellos. El fariseo no se acusa de nada, no pide perdón  por sus pecados porque no los tiene. Sólo da gracias porque no es como lo demás: ladrones, injustos, adúlteros. Está erguido, de pie, altanero y arrogante. Hipócrita, en palabras de Jesús. ¿A quién da gracias? Oraba en su interior, dice el texto, pero en su interior estaba únicamente él. O sea, que se oraba a sí mismo. Se da gracias a sí mismo.

El Dios vivo, compasivo y misericordioso estaba fuera de su órbita personal. Por eso Dios no le escucha, porque no se revela a los soberbios. Su acción de gracias a sí mismo en un pecado de soberbia, que él no reconoce. Por eso no pide perdón. ¿Va a pedir perdón por ser bueno? Se considera autorizado a juzgar a los otros y a sentirse superior a ellos.

En cambio, el publicano se queda lejos y con la mirada baja. Se siente indigno de dirigirse a su Señor. Y en su oración se golpea el pecho, como para expresar el dolor que siente en su interior por sus pecados.  Como señala san Agustín, “aunque le alejaba de Dios su conciencia, le acercaba a él su piedad”. (San Agustín, De verb. Dom. Serm. 36). Reconoce humildemente su pecado y pide perdón al Señor. Ora recogido en sí mismo; ni se atrevía a levantar la vista. Pero levantaba su corazón hacia Dios y le decía: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. Quizás habían llegado hasta él las palabras de Jesús de que Dios, su Padre, perdona siempre de corazón a quienes de corazón se lo pidan (valga la redundancia).  

El término compasión es un sustantivo derivado del verbo compadecer, y compadecer significa sufrir-con. Cuando el publicano pide a Dios que se compadezca de él, le está diciendo a Dios que haga suya su situación de dolor, aunque no del pecado. Y Dios, Padre siempre bueno y misericordioso, lo enaltece, es decir, lo eleva hasta él. Queda perdonado y libre de su pecado.

La compasión, unida al perdón, es quizás la expresión más hermosa del amor. El Padre, en cuanto Dios, no puede sufrir al modo humano , pero puede asumir, como si fuera suyo, el dolor de quien pide perdón y sufre. Si así no fuera, su amor sería distante, frío e insensible. Pero no es así. Su amor es compasión, cercanía, ternura, misericordia y perdón. Por eso el publicano vuelve a su casa justificado. El fariseo, no. 

La pretensión del fariseo de ser más que los otros, es bajeza, porque se hunde a sí mismo, en su propia nada. La actitud humilde del publicano es "alteza", cercanía a Dios, porque sube hasta el mismo Dios, que lo aúpa. La oración de los dos expresa claramente su vida. Arrogancia en el fariseo, humildad en el publicano.

Aunque nos desagrada la actitud del fariseo y aprobamos el modo de orar del publicano, la verdad es que en nuestra oración tienen cabida, a veces, uno u otro. Deseamos complacer a Dios y nos consideramos, en ocasiones, superiores a otros. Oramos en nuestro interior, y quizás nos buscamos sólo a nosotros mismos. Pedimos perdón con humildad y nos olvidamos de dar gracias a quien nos perdona.

En esta parábola, Jesús desautoriza completamente a quienes que se presentan ante Dios llenos de autosuficiencia, alegando sus méritos, como pretendiendo exigir algo a Dios, concretamente el reconocimiento de su propia bondad y el perdón. Nos pide, más bien, que nos acerquemos a Dios con una actitud humilde, reconociendo nuestros propios límites y nuestra pequeñez. Y también que tengamos plena confianza en su Padre y nos pongamos en sus manos. Aunque el hombre viva hundido en el pecado, Dios, en su misericordia infinita, y sin que el hombre tenga ningún mérito, lo salva. ¿Por qué? Conocemos la respuesta a esta pregunta: Porque Dios es amor.

El ejemplo y modelo, como siempre, Jesús. No cometió pecado ni era arrogante.  La parábola no va con él. Es para nosotros. Sí nos pide que seamos compasivos como él lo es. Lo manifiesta en muchas ocasiones. Él hace visible la misericordia del Padre, su gracia salvadora, su cercanía y compasión. Come con los pecadores, perdona y no condena a la adúltera, se conmueve y hasta llora por el sufrimiento ajeno, hace el bien sin esperar recompensa, etc. El pueblo sencillo percibe en él la presencia de un Dios bueno. Por eso le siguen y se acercan a él.

Vivir como Jesús, que a eso estamos llamados, no es posible si no contamos con la ayuda y la fuerza del Espíritu Santo, que él mismo nos envía. El Espíritu nos anima a caminar en pos de Jesús con espíritu humilde, nos da la fuerza necesaria para perseverar en nuestra fe y crecer en ella, nos comunica el amor de Jesús para que vivamos como hijos de Dios y hermanos, nos enseña a pedir perdón... Recordemos: El Espíritu Santo acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos orar como conviene (Rm 8, 26)

San Agustín:

La misericordia trae su nombre del dolor por quien vive en la miseria; la palabra incluye otras dos: miseria y corazón (en latín: miseria y cor, cordis). Se habla de misericordia cuando la miseria ajena toca y sacude tu corazón. (S. 358 A (Morin 5); Cuando se encuentran y se unen las dos palabras aparece la: miseri-cordia.

P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

 

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