domingo, 30 de octubre de 2022

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Domingo XXXI del T. O. (C) Lc 19, 1-10


Hoy ha llegado la salvación a esta casa

Jesús siempre en camino. Es otra de las características del evangelio de Lucas. Comienza su ministerio en Galilea y camina, subiendo a Jerusalén, dando rodeos, sí, pero siempre hacia arriba, haciendo el bien por donde pasa, haciéndose el encontradizo con todos, diciendo siempre una palabra de vida, aclamado por el pueblo e incomprendido por los que se consideran buenos y observantes, a rajatabla, de la ley.

Y en este caminar se encuentra con otro “caminante”. Caminante de corto recorrido, pero caminante también. Porque Zaqueo ha salido de su casa y se ha ido acercando hasta el lugar por donde iba a pasar Jesús. Y se encuentran los dos.

Pero, antes, Zaqueo ha tenido que superar algunas dificultades. Entre otras, la muchedumbre que se interponía ante él por su pequeña estatura. La muchedumbre, reunida a ambos lados de la calle por donde venía Jesús, le impedía verlo, dado lo poco que alzaba del suelo. Pero si corta era su estatura, larga era su curiosidad. Si alta era la barrera de gente que tenía delante de sí, mayor era, aunque en ese momento no la sentía, la necesidad de un encuentro con quien venía a ofrecerle la salvación y una vida nueva. Por eso no se anda en “chiquitas”, y nunca mejor dicho, y trepa a lo alto de un árbol.

También nosotros somos pequeños, como Zaqueo, si caminamos muy a ras del suelo; es decir, conformes con lo que somos, y mediocres en lo que a la vida en el Espíritu se refiere. Lo somos también si la soberbia nos achica, si el orgullo y el amor propio nos empequeñecen; si miramos más la tierra que pisamos que “un poco más allá y más arriba”. Somos pequeños si nuestra fe no ha seguido creciendo, si nuestra vida de piedad se ha quedado estancada, si hemos puesto un límite al amor a Dios y a los hermanos, cuando sabemos que la medida del amor es el amor sin medida (S. Agustín Ep 109, 2).

Somos pequeños si nos despreocupamos de los demás y no pensamos en sus problemas y necesidades más apremiantes. Somos pequeños si el amor al otro, al hermano, a quien sea, se mueve sólo en el ámbito del respeto, la cortesía y las buenas maneras, y no en el de la donación gratuita, sacrificada y generosa. Somos pequeños si nuestra vida de cristianos se ha ido convirtiendo en costumbre, en un “ir tirando”… Nos hemos vuelto, quizás, “paticortos” en el espíritu,

A pesar de todo, queremos caminar; y caminamos. Con paso torpe o decidido, pero caminamos. No ha muerto, ni mucho menos, nuestro deseo de “ver” a Jesús. Quizás se encuentre un poco apagado este deseo, o no despierto del todo. Nuestra fe se mantiene viva, aunque frágil en ocasiones. Y sentimos también, a veces, que nuestra voluntad nos empuja a acercarnos al Señor. Y nos empuja, no tanto por curiosidad, cuanto por necesidad sentida. Y nos ponemos en camino.

Porque eso es -lo debe ser- nuestra vida cristiana: un caminar hacia Cristo, un ir siempre a su encuentro, un querer verlo aunque sólo sea, como dice san Pablo, a través de un espejo, opacamente (Cf. 1 Co 13, 12). Al discernir y aceptar la llamada del Señor a seguirle en cuanto cristianos -que en eso consiste la vocación por nuestro bautismo-, le dijimos, como san Pedro: “Te seguiré, Señor, a dondequiera que vayas”. Y nos pusimos en camino.

Pero nos ocurre, o nos puede ocurrir, como a Zaqueo: en este caminar para ver al Señor podrían interponerse una muchedumbre de fenómenos o situaciones que pudieran dificultar o entorpecer nuestro encuentro con Él. Situaciones o fenómenos que debemos superar o elevarnos sobre ellas para poder ver y dejarnos ver. Entre otras:

El medio ambiente en el que vivimos. En el mundo de nuestro entorno domina el hedonismo. El dios-placer está suplantando al Dios vivo. Y en la medida en que haya entrado en nosotros este fenómeno, viene a ser un muro que dificultará nuestro encuentro con el Señor a quien queremos ver.

El cansancio y la rutina. Cuando el cansancio, la rutina o la costumbre se incrustan en nuestro interior, el camino al encuentro con el Señor se hace muy cuesta arriba, la cruz más pesada, el gozo inicial va dejando paso a un cierto desencanto, y la vida, nuestra vida, viene a ser, entonces, un “muro de lamentaciones”, difícil de derribar o sobrepasar. Y muchas otros fenómenos o situaciones que se nos puedan presentar.

Zaqueo se creció subiendo a un árbol. Inició un camino de crecimiento hacia arriba y hacia adelante, pero, sobre todo, hacia su interior. Mejor dicho, ese crecimiento interior lo recibiría del mismo Cristo.

Tenemos a nuestro alcance medios muy eficaces para crecer en la fe. Y en el camino de tu vida encontrarás más de un “árbol” para subirte a él para poder ver a Cristo. Sugiero, entre otros: La Palabra de Dios, la fe, la Iglesia, los hermanos, María...

Baja aprisa, pues hoy tengo que hospedarme en tu casa. ¿Quién encontró primero a quién? O ¿quién fue el primero en ver al otro? Yo pienso que, como la iniciativa parte siempre de la gracia, tuvo que ser Jesús quien viera primero a Zaqueo y no al revés. Los ojos del corazón son más rápidos, más penetrantes y más capaces que los de la cara. Zaqueo quiso ver a Jesús, pero el Señor buscaba ya a Zaqueo más allá o más arriba de la muchedumbre. Y desde mucho antes de entrar en Jericó.

Viene y entra en nuestra casa. En nosotros. El encuentro con Jesús se hace comunión. Comunión de amor. Se aloja en nuestra casa, es decir, entra dentro de nosotros, y nuestro interior, o todo nuestro ser, se hace morada suya para habitar en ella. Y nos dirá también, como a Zaqueo, hoy ha entrado la salvación a esta casa.

La casa era Zaqueo. Era él mismo. La salvación que ofrece y trae Jesús lo renueva todo. Todo lo hace nuevo. De ahí que Zaqueo, impulsado por un espíritu nuevo, dijera: Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y a quien haya defraudado le restituyo cuatro veces más. Se cumplía en este caso lo que dice el Apocalipsis en el cap. 3, 20: Eh aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré y comeremos juntos. Aceptó Zaqueo a Cristo, y con Cristo le llegó la salvación.

Si le has alojado en tu casa y has entrado en comunión con él, sabrás qué decirle y cómo amarle. No te quedarás mudo por la emoción, sino que sentirás el impulso incontenible de decirle que quieres vivir una vida totalmente nueva. Como Zaqueo.

San Agustín:

Dios, que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti. ( S 169, 11, 13).

P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

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