domingo, 6 de noviembre de 2022

// //

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO (C) Lc 20, 27-3

No es un Dios de muertos, sino de vivos 

Los saduceos eran una secta en el mundo judío. Negaban la inmortalidad del alma y la resurrección. También negaban la existencia de espíritus o ángeles. Sostenían que Dios premiaba a los hombres buenos en vida, por lo que ellos, al ser ricos, ya habían recibido su premio. Su filosofía era materialista y mucho más mundana que la de los demás grupos. Pertenecían a la clase social alta. Contaban con cargos políticos importantes.

Unos saduceos se presentan a Jesús y lo quieren enredar con una idea ridícula y caricaturesca de la resurrección. Según ellos, el "mundo venidero será prolongación del que vivimos ahora; todo será más de lo mismo". Jesús les cambia radicalmente de plano. Jesús rechaza la idea vana y errónea de los saduceos que imaginan la vida de los resucitados como prolongación de esta vida que ahora conocemos. Resucitaremos para vivir una vida totalmente nueva. Resucitaremos y seremos hijos de Dios. Esta es la gran revelación que nos hace Jesús en el Evangelio.

Hay una diferencia radical entre nuestra vida terrestre y nuestra vida después de la resurrección. Viviremos con Dios, lo veremos tal cual es y él, con su amor de Padre, sustentará nuestra nueva existencia, feliz y gozosa con él. Esa Vida -así con mayúscula-será absolutamente nueva. Ya la teníamos aquí, en ciernes, desde nuestro bautismo. Entonces, en el cielo, será plena y definitiva.

No es fácil, humanamente, creer que Cristo resucitó. Es comprensible que haya muchos que piensen que es una leyenda de las tantas que han surgido a lo largo de la historia. Había sido torturado, clavado en una cruz y muerto a la vista de la muchedumbre que se había agolpado en la cima del calvario para presenciar su muerte... Hasta sus propios discípulos quedaron consternados, confusos e incrédulos. Y la ciencia humana nada puede probar con total seguridad. No era fácil creer. No lo es tampoco ahora.

Pero nosotros somos creyentes. Creemos en un Dios de vivos y no de muertos. Cristo vive. Murió, es verdad, y resucitó. Y esta verdad no nos la dicta la razón, falible muchas veces, sino la fe, que se basa en la palabra de Dios, que es la verdad. Mejor, La Palabra, así, con mayúscula, es el mismo Jesús… Y la palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros. Quien se hizo carne fue el Hijo de Dios. Él es la verdad personificada. Ni miente, ni se engaña, ni se equivoca. Él es la Verdad.

Creemos en un Dios-con-nosotros. Y nuestra fe es firme. Tan firme como la roca que asoma en la superficie del mar y que arranca de lo más profundo de sí mismo. Por eso Jesús nos invita a construir nuestra vida de fe sobre la roca que es él. Cristo resucitó,  sigue vivo, sustenta nuestra fe, anima nuestra esperanza y nos llena de su amor..

La fe en la resurrección de Jesús es vida para todos, es esperanza de salvación para toda la humanidad, es experiencia de la presencia de Dios muy dentro de nosotros. Y es fuente de gozo para quienes vivimos nuestra fe en Cristo resucitado. No puede haber gozo mayor ni alegría más desbordante.

Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe, dice San Pablo (1 Co 15, 14, 20). Si es vana nuestra fe, entonces, ¿cuál o cómo ha sido la fe de millones y millones de creyentes a lo largo de la historia, de miles y miles de mártires, de testigos fieles de Jesús en todos los tiempos, de una Iglesia siempre viva aunque también pecadora, de misioneros y apóstoles entregados del todo a la causa del Evangelio desde el principio y que los habrá siempre...? ¿Han vivido, trabajado, predicado y muerto basados en una fe vacía y sin sentido? Si la fe de los primeros cristianos era sólo una ilusión, ¿cómo fueron capaces de cambiar el rumbo de la historia  y "derrotar" a todo un imperio?

Si la fe se basara sólo en ver para creer o en conclusiones científicas irrefutables, tendrían razón los negacionistas o ateos. Pero la fe cristiana se basa en la palabra de Dios, que es viva, eficaz y siempre actual; la fe es adhesión vital y permanente a la persona de Cristo, que es, para todos, el Camino, la Verdad y la Vida. La fe no se puede imponer a nadie. Se propone con nuestra palabra y con nuestra vida, porque somos testigos de Jesús. No hay, por tanto,  contradicción entre fe y ciencia; no hay oposición entre la fe y la razón. Son dos campos que se iluminan mutuamente.

Cristo resucitó y nosotros con él. Una cosa es cierta: si hemos muerto con él, también viviremos con él. Si sufrimos pacientemente con él, también reinaremos con él (2 Tim 2, 11). Morir con él significa pasar, con él, de la muerte a la vida. Esa es y será nuestra pascua. Y reinaremos con él, porque él nos llevara adonde está él con el Padre. (Cf Jn 14, 1-6)

Nuestro Dios no es Dios de muertos, sino de vivos: porque para Él todos están vivos.  La muerte no tiene la última palabra en nuestra vida. No hay última palabra, porque la palabra de Dios permanece y con ella nos llama a todos a una vida de resucitados con Él. Nos ha  creado para la vida y no para la muerte. Y la vida que nos espera, es la vida en Dios: donde todo llega a su plenitud y todo queda transformado.

No podemos obviar la muerte. Será el final de la vida del hombre en la tierra. Pero si nuestra fe es viva y firme, no moriremos para siempre. Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá, dice Jesús (Jn 11, 25). La muerte es una realidad en nuestras vidas. Nadie se librará de ella. Pero no es ni será nuestro destino final, como creían los saduceos. La muerte ha sido destruida y aniquilada por la pasión de Cristo de una vez para siempre.

Gracias a Cristo, la muerte y el pecado ya no tienen ningún poder sobre nosotros. Viviremos para siempre. Seremos y estaremos vivos con Dios. Lo realmente importante es que nos encontraremos con Dios y viviremos con Él. La unión de Dios con sus hijos no puede ser destruida por la muerte. Su amor es más fuerte que nuestra propia muerte. Como el Padre desplegó todo su poder y fuerza resucitando a Jesús su Hijo, también lo hará con cada uno de nosotros.  Pues Dios es fiel, su amor y misericordia son eternos. Él no nos abandonará, y jamás nos veremos defraudados. Viviremos con él.

Todos deseamos oír la invitación del Hijo del hombre cuando nos presentemos ante él al final del tiempo: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo... Porque cada vez que lo hicisteis con uno de estos , mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25, 34, 40)

San Agustín:

Eliminada la fe en la resurrección de los muertos, se derrumba toda la doctrina cristiana (S  361,2).

P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

 

 

 

0 Reactions to this post

Add Comment

Publicar un comentario