domingo, 13 de noviembre de 2022

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Domingo XXXIII del T. O. (C) Lc 21, 5-19

Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas

Mirad que nadie os engañe. Ocurrirán catástrofes, y surgirán falsos profetas que nos dirán: Se acerca el fin del mundo. Se producirán grandes terremotos, y habrá quien diga que son castigo de Dios por los pecados del pueblo. Será destruido el templo de Jerusalén, majestuoso, espléndido, pero no será señal de que el final del tiempo ha llegado. Y habrá grandes guerras, pero tampoco será el fin. Y en todos estos fenómenos aparecerán voces que proclamarán a los cuatro vientos que hay que convertirse a un Dios, que es un juez implacable y severo.

 Pero la voz de la Verdad, Cristo, nos dice hoy y siempre: No tengáis pánico. Son varias las veces en que Jesús nos invita en el Evangelio a no tener miedo. El miedo es propio de la condición humana, pero nuestra condición de creyentes es más fuerte, más firme, más segura, porque sabemos que el Espíritu acude siempre en ayuda de nuestra debilidad (Rm 8, 26). Nadie, por tanto, puede decir Yo soy, arrogándose el ser del verdadero Dios para que vayamos tras ellos. Sólo lo puede decir el que realmente lo es, Dios, sólo él puede decir, y lo dice, Yo soy. En él creemos, en él nos apoyamos, a él buscamos siempre para amarle y ser por él amados.

Lo que tenemos que hacer quienes nos consideramos discípulos de Jesús, entre tantos agoreros y falsos profetas, es ser testigos de la Verdad. Seremos perseguidos, marginados, mofados, encarcelados por causa del nombre de Jesús. Si ocurriera esto, y ha ocurrido en muchos a través del tiempo, será una ocasión propicia para ser testigos de la Verdad. Sólo tenemos un salvador y un mediador, Jesucristo, que ya vino, ha resucitado, está con nosotros y nos envía a proseguir su causa. Dar testimonio de Jesús, que murió, resucitó y vive, es tarea de todos. Y recordemos que la palabra testigo equivale, en griego, a mártir. Y el primer testigo-mártir fue Jesús. A él seguimos, con él morimos y con él viviremos.

Jesús Resucitado no resuelve el hambre, ni las crisis que enriquecen a algunos y empobrecen a la mayoría, ni las guerras de los dictadores y ambiciosos, todas injustas, ni la corrupción insaciable de muchos. Pero no es menos cierto que Jesús nos da, con toda su potencia, luz y energía interior para luchar por un mundo más humano y justo. Así que los mesías salvadores de esta terrible situación somos hoy nosotros mismos.

El mundo se acabará, pero su palabra, que es él mismo, permanecerá siempre. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán (Mt 24, 35). El tiempo, que tendrá su final, devendrá en eternidad. No valen, por tanto, en los creyentes lamentos ni desaliento alguno por los males que acontecen en el mundo como si fueran el final de todo. La naturaleza se rebela y causa desastres terribles, difíciles de predecir muchas veces: terremotos que hacen tambalear todo, volcanes que queman arrasan con su lava la tierra por donde pasa, guerras devastadoras, incendios de bosques, etc.

Y habrá quien diga que los tiempos de ahora son malos, que los de antes eran mejores, y dirá Agustín dirá: "«Malos tiempos, tiempos fatigosos» —así dicen los hombres—. Vivamos bien, y serán buenos los tiempos. Los tiempos somos nosotros; como somos nosotros, así son los tiempos" (S. 80, 8). En estos casos, el creyente debe mantenerse en pie. Como María junto a la cruz de su Hijo. Afincados en la roca que es Cristo; en su palabra, que es viva y eficaz; en el Espíritu, que es vida, luz y fuerza. De nosotros depende que los tiempos sean buenos, aunque los males abunden o nos acose el maligno, que tiene nombre propio.

Las dificultades que nos esperan son reales. No seamos ingenuos. En el mundo hay maldad, sufrimiento y dolor; la injusticia campea a sus anchas; la corrupción se instala en todos los estratos de la sociedad; los halagos, todos engañosos, nos pueden despistar; la envidia de los que "triunfan" en la vida nos puede amilanar, la persecución, si se diera, acobardar.

En ningún momento nos dice Jesús que camino del seguimiento será fácil, exitoso  y lleno de gloria. Al contrario, nos da a entender que nuestra vida, larga o corta, estará sembrada de dificultades y de luchas. Jesús no es triunfalista ni alimenta nuestra hambre de seguridad y grandes logros. Este camino que a nosotros nos parece extrañamente duro es el más acorde a una Iglesia fiel a su Señor.

Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas, en el pasaje de hoy. Y en otro lugar: Seréis odiados por todos a causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el final, se salvará (Mt 10, 22). Persevera quien está unido vitalmente a Cristo, como el sarmiento a la vid; quien con la fuerza que recibe del Espíritu lucha contra el mal; quien, contra viento y marea, sigue construyendo el reino de Cristo en la tierra; quien camina en pos de Cristo con su cruz y no se detiene, y, se cayera, se levanta y sigue; quien a su fe y amor añade una esperanza firme; quien...

Es el Espíritu de Jesús quien nos anima y sustenta nuestra fe. Es él quien nos infunde valor para dar testimonio de Jesús en una sociedad hedonista, alejada de Dios o indiferente a todo lo que a él se refiere. Es él quien nos ayuda a perseverar en el seguimiento de Cristo cuando se presenta la persecución por causa del Evangelio, cuando la tribulación o el peso de la cruz se hace humanamente insoportable, cuando la andadura del camino se hace penosa, larga y difícil. Es él quien nos empuja y estimula para seguir a pesar de todo.

Por él perseveramos "hasta el final". Por él, y a pesar de todo, vivir nuestra fe es causa de mucho gozo, de paz interior y de amor del bueno. En la meta final de nuestro caminar por este mundo nos espera el abrazo del Padre. Un abrazo que nos hará inseparables de él por siempre.

No nos interesa preguntar, como los discípulos. "Cuándo ocurrirá? ¿Cómo lo sabremos que se cumplirá lo que dices? ¿Cuál será la señal?". Quieren estar seguros y tranquilos, quieren dominar el tiempo y sus circunstancias, quieren saberlo todo. Son humanos. Pero, para lo creyentes, es suficiente, además de necesario, confiar plenamente en el Padre que nos espera, en el Hijo que nos invita, en el Espíritu Santo quien nos anima. La confianza en Dios será garantía de nuestra perseverancia hasta el final.

San Agustín:

 ¿Cómo es posible decir que no se le ha dado la perseverancia hasta él fin al que se le concede sufrir, o mejor, morir por Cristo? San Pedro Apóstol, demostrando que esto es un don de Dios, afirma: Mejor es padecer haciendo bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer obrando mal3. Al decir si tal es la voluntad de Dios, demuestra que es don de Dios el padecer por Cristo, cosa que no se da a todos los santos, y por esto no se ha de decir que no alcanzan el reino de Dios, no entran en su gloria perseverando hasta el fin en Cristo, aquellos que no tienen la gloria de padecer por Cristo, porque Dios no lo quiere. (Del don de la perseverancia II, 2).

P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

 

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