jueves, 11 de septiembre de 2014

// //

De la mano de San Agustín

 1 Cor 8,1-7.11-13  Si estás fuerte cuida de la debilidad de tu hermano

 Prestad atención, pues, hermanos. Esto sois, pertenecéis a este pueblo, predicho ya entonces y ahora visible en la realidad. Sin duda pertenecéis a los que han sido llamados de oriente y de occidente a sentarse a la mesa del reino de los cielos, no en el templo de los ídolos. Sed, pues, cuerpo de Cristo, no desazón para el cuerpo de Cristo. Tenéis la orla del vestido para tocarla y sanar la hemorragia de sangre, es decir, el flujo de los placeres carnales. Tenéis —repito— la orla del vestido que tocar. Considerad que los Apóstoles son el vestido que se adhiere a los costados de Cristo por el tejido de la unidad. Entre estos Apóstoles estaba como orla el menor y último, Pablo, según él mismo dice: Yo soy el mínimo de los Apóstoles. La orla es la franja en que termina un vestido. La orla se mira con desprecio, pero el tocarla produce salvación. Hasta este momento sufrimos hambre, sed, estamos desnudos y somos azotados. ¿Existe cosa inferior y más despreciable que esto? Tócala si padeces flujo de sangre; del que lleva el vestido saldrá una fuerza que te sanará. Se proponía al tacto una orla cuando ahora se leía este texto del Apóstol: Si alguno llega a ver a otro que tiene ciencia sentado a la mesa en un templo de ídolos, ¿no se sentirá su conciencia impulsada a comer carne sacrificada a los ídolos, puesto que es débil? ¿Y por tu ciencia, hermano, perecerá el débil por quien murió Cristo? ¿Cómo pensáis que se puede engañar con ídolos a hombres que piensan que los veneran los cristianos? «Dios —dicen— conoce mi corazón». Pero tu hermano no. Si estás débil, evita una enfermedad peor; si estás fuerte, cuida de la debilidad de tu hermano. Quienes ven eso se sienten impulsados a otras cosas, de forma que no solo desean comer allí, sino incluso sacrificar. Advierte que por tu ciencia perece el hermano débil. Escucha, hermano; si despreciabas al débil, ¿desprecias también al hermano? Despierta. ¿Qué, si pecas contra el mismo Cristo? Pon atención a lo que bajo ninguna condición puedes despreciar. De esta forma —dice— pecando contra los hermanos y golpeando su débil conciencia, pecáis contra Cristo (1Co 8,12). Vayan ahora quienes desprecian esto y recuéstense a la mesa en el templo de los ídolos; ¿no serán personas que oprimen en vez de tocar? Y, una vez que se hayan recostado a la mesa en un templo pagano, vengan y llenen la Iglesia. No recibirán la salvación en ella, pero sí la oprimirán.

Pero —dirás— temo ofender a mi superior. Teme justamente eso: ofender a tu superior, y no ofende
s a Dios. Tú que temes ofender a alguien superior a ti, mira no sea que haya alguien mayor todavía que ese a quien temes ofender. Es obvio; no has de ofender a tu superior. Es la norma que se te propone. ¿No es evidente que en ningún modo ha de ofenderse al que es mayor que los demás? Considera ahora quiénes son superiores a ti. El primer puesto lo ocupan tu padre y tu madre: si te educan rectamente, si te nutren de Cristo, les has de escuchar en todo y has de obedecer cada orden suya. Sírveles si no ordenan nada contra quien es superior a ellos. «¿Quién es —dices— superior a quien me ha engendrado?» Quien te ha creado. El hombre engendra, Dios crea. El hombre desconoce cómo engendra, desconoce lo que va a engendrar. Ciertamente es superior a tu padre, quien te vio para crearte antes de que existieras tú a quien creó. Sea incluso la patria superior a tus mismos padres, hasta el punto que no hay que escucharles cuando ordenan algo contra ella. Pero si la patria ordena algo contra Dios, no se la escuche. Si, pues, quieres ser curada, si tras padecer el flujo de sangre, tras padecer doce años en esa enfermedad, tras haber gastado todos tus bienes en médicos sin haber recuperado la salud, quieres ser sanada de una vez, ¡oh mujer, a la que hablo en cuanto figura de la Iglesia!, una cosa te ordena tu padre y otra tu pueblo. Pero tu Señor te dice: Olvida a tu pueblo y a la casa de tu padre. ¿A cambio de qué bien, de qué fruto, de qué recompensa? Porque el rey —dice— ha deseado tu hermosura. Ha deseado lo que hizo, puesto que, para hacerte hermosa, te amó siendo fea. Por ti, aun infiel y fea, derramó su sangre; te restituyó fiel y hermosa, amando en ti lo que son dones suyos. Pues ¿qué aportaste a tu esposo? ¿Qué recibiste en dote de tu anterior padre y pueblo? ¿Acaso otra cosa distinta de las lujurias y los andrajos de los pecados? Tiró tus andrajos, rompió tu vestido de piel de cabra; se compadeció de ti para embellecerte; te embelleció para amarte.

¿Qué más, hermanos? Como cristianos habéis oído que, pecando contra los hermanos y golpeando su débil conciencia, pecáis contra Cristo. No despreciéis estas palabras si no queréis ser borrados del libro de la vida. ¡Por cuánto tiempo tengo que esforzarme en indicaros clara y agradablemente lo que mi dolor me obliga a deciros sea como sea, sin permitirme callarlo! Quienes quieran despreciarlas, pecan contra Cristo. Vean lo que hacen.

 Queremos atraer a los paganos que quedan; vosotros sois piedras en el camino; los que quieren venir tropiezan en ellas, y se dan la vuelta diciendo en sus corazones: —«¿Por qué hemos de abandonar a los dioses que adoran con nosotros los mismos cristianos?» —«Lejos de mí —dice el otro— adorar a los dioses de los gentiles». Lo sé, lo comprendo, te creo. ¿Qué haces de la conciencia del débil a la que hieres? ¿Qué haces del precio, si desprecias lo comprado con él? Mira a qué precio se compró. Perecerá —dice— el débil por tu ciencia, la que dices tener, gracias a la cual sabes que un ídolo no es nada, gracias a la cual piensas en Dios con tu mente y así te recuestas a la mesa en el templo pagano. Por esa tu ciencia perece el débil. Mas, para que no desprecies al débil, añadió: por quien murió Cristo. Considera el precio pagado por el débil al que te propones despreciar y pon en un platillo de la balanza el mundo entero y en otro la muerte de Cristo. Y para que no pienses que pecas solo contra el débil, lo juzgues un pecado leve y lo consideres como sin importancia, añadió todavía: Pecáis contra Cristo.

Pues hay hombres que suelen decir: «Peco contra un hombre: ¿peco acaso contra Dios?» Niega que Cristo es Dios. ¿Osas negar que Cristo es Dios? ¿O acaso aprendiste otra cosa mientras estabas recostado en el templo pagano? La enseñanza de Cristo no admite esta forma de pensar. Te pregunto dónde has aprendido que Cristo no es Dios. Eso suelen decirlo los paganos. ¿Ves lo que hacen las malas mesas? ¿Ves cómo las conversaciones malas corrompen las buenas costumbres? Allí no puedes hablar del Evangelio y escuchas a los que hablan de los ídolos. Pierdes allí el creer que Cristo es Dios, y lo que allí bebes, en la iglesia lo vomitas. Tal vez aquí osas hablar, tal vez perdido en la masa te atreves a murmurar: «¿No fue acaso Cristo un hombre? ¿No fue crucificado?» Eso has aprendido; has perdido la salud, no has tocado la orla. Toca la orla también en este asunto, recibe la salud. Tócala también respecto a la divinidad de Cristo, como te enseñamos a tocarla mediante las palabras: Si alguno ve a un hermano recostado a la mesa en un templo pagano. Con referencia a los judíos, decía la misma orla: Suyos son los patriarcas y de ellos es Cristo según la carne, quien es Dios bendito sobre todas las cosas por los siglos. Advierte contra qué Dios verdadero pecas cuando te sientas a la mesa de dioses falsos.
Sermón 62,7-9

0 Reactions to this post

Add Comment

Publicar un comentario