domingo, 1 de febrero de 2015

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IV Domingo del Tiempo Ordinario - B-

Mc 1,21-28   No estéis tan seguros por vuestra fe

 Y si pasamos revista a todas las herejías, hallaremos que todas niegan que Cristo haya en la carne. Todos los herejes lo niegan. ¿Por qué os extrañáis de que los paganos nieguen que Cristo haya venido en la carne? ¿Por qué os extrañáis de que los judíos nieguen que Cristo haya venido en la carne? ¿De qué os extrañáis si los maniqueos niegan abiertamente que Cristo haya venido en la carne? Pero digo a vuestra caridad: también los malos católicos confiesan, todos, de palabra que Cristo ha venido en la carne, pero lo niegan con los hechos. No estéis, pues, como seguros por vuestra fe; añadid a vuestra fe recta una vida recta, para confesar que Cristo ha venido en la carne de palabra, afirmando la verdad, y de obra, viviendo bien. Pues si lo confesáis de palabra y lo negáis con los hechos, esa fe, de gente mala, está cercana a la de los demonios. 

Escuchadme, amadísimos, escuchadme, no sea que este sudor mío sea cargo contra vosotros; escuchadme. El apóstol Santiago, hablando de la fe y las obras contra quienes creían que les bastaba la fe y no querían tener buenas obras, dice: Tú crees que hay un solo Dios; haces bien; también los demonios lo creen y tiemblan (St 2,19). ¿Acaso serán liberados los demonios del fuego eterno porque creen, pero tiemblan? Y ahora considerad que lo que oísteis en el Evangelio, lo que dice Pedro: Tú eres Cristo, el hijo de Dios vivo (Mt 16,16), eso mismo dijeron los demonios: Sabemos quién eres, el hijo de Dios (Mc 3,12). Leed los evangelios y lo encontraréis. Pero mientras Pedro es alabado, el demonio es reprendido. Palabras idénticas, pero hechos diversos. ¿En qué se distinguen estas dos confesiones? Se alaba el amor, se condena el temor. Si los demonios decían: Tú eres el hijo de Dios, no era por amor; se lo dictaba el temor, no el amor. Además, al confesarlo, decían ellos: ¿Qué tenemos que ver nosotros contigo? (Mc 1,24)  Pedro, en cambio, dijo: Estoy contigo hasta la muerte (Lc 22,33).
Sermón 183, 13

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