martes, 3 de noviembre de 2015

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De la mano de San Agustín (2): Dolor y llanto contenido por la muerte de su madre

 No recuerdo yo bien qué respondí a esto; pero sí que apenas pasados cinco días, o no muchos más, cayó en cama con fiebres. Y estando enferma tuvo un día un desmayo, que dando por un poco privada de los sentidos. Acudimos corriendo, mas pronto volvió en sí, y viéndonos presentes a mí y a mi hermano, nos dijo, como quien pregunta algo: «¿Dónde estaba?». Después, viéndonos atónitos de tristeza, nos dijo: «Enterráis aquí a vuestra madre». Yo callaba y frenaba el llanto, pero mi hermano dijo no sé qué palabras, con las que parecía desearle como cosa más feliz morir en la patria y no en tierras tan lejanas. Al oírlo ella, le reprendió con la mirada, con rostro afligido por pensar tales cosas; y mirándome después a mí, dijo: «Enterrad este cuerpo en cualquier parte, ni os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que os acordéis de mí ante el altar del Señor doquiera que os hallareis».

Y habiéndonos explicado esta determinación con las palabras que pudo, calló, y agravándose la enfermedad, entró en la agonía.

 Pero yo, ¡oh Dios invisible!, meditando en los dones que tú infundes en el corazón de tus fieles y en los frutos admirables que de ellos nacen, me gozaba y te daba gracias recordando lo que sabía del gran cuidado que había tenido siempre de su sepulcro, adquirido y preparado junto al cuerpo de su marido. Porque así como había vivido con él en gran concordia, así quería también —cosa muy propia del alma humana menos deseosa de las cosas divinas— tener aquella dicha y que los hombres recordasen cómo después de su viaje transmarino se le había concedido la gracia de que una misma tierra cubriese el polvo conjunto de ambos cónyuges.

Ignoraba yo también cuándo esta vanidad había empezado a dejar de ser en su corazón, por la plenitud de tu bondad; me alegraba, sin embargo, admirando que se me hubiese mostrado así, aunque ya en aquel nuestro discurso de la ventana me pareció no desear morir en su patria al decir: «¿Qué hago ya aquí?». También oí después que, estando yo ausente, como cierto día conversase con unos amigos míos con maternal confianza sobre el desprecio de esta vida y el bien de la muerte, estando ya en Ostia, y maravillándose ellos de tal fortaleza en una mujer —porque tú se la habías dado—, le preguntasen si no temería dejar su cuerpo tan lejos de su ciudad, respondió: «Nada hay lejos para Dios, ni hay que temer que ignore al fin del mundo el lugar donde estoy para resucitarme».

Así, pues, a los nueve días de su enfermedad, a los cincuenta y seis años de su edad y treinta y tres de la mía, fue liberada del cuerpo aquella alma religiosa y pía.

Cerraba yo sus ojos y una tristeza inmensa se agolpaba mi corazón, que ya iba a resolverse en lágrimas, cuando al punto mis ojos, ante la orden imperiosa de mi alma, reabsorbían su fuente hasta secarla, padeciendo con tal lucha de modo imponderable. Entonces fue cuando, al dar el último suspiro, el niño Adeodato rompió a llorar a gritos; pero calmado por todos nosotros, calló. De ese modo aquello que había en mí de pueril, y me provocaba al llanto, también era acallado por la voz adulta, la voz de la mente. Porque juzgábamos que no era conveniente celebrar aquel entierro con quejas lastimeras y gemidos, con los cuales se suele frecuentemente deplorar la miseria de los que mueren o su total extinción; y ella ni había muerto miserablemente ni había muerto del todo; de lo cual estábamos nosotros seguros por el testimonio de sus costumbres, por su fe no fingida ( 1Tm 1,5) que son argumentos de seguridad.
Conf. IX, 11, 27-28. XII, 29

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