jueves, 3 de diciembre de 2015

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María Virgen, Madre de Dios

María, Virgen perpetua

En la plenitud de su gracia se incluye también la virginidad perpetua de María. El mundo antiguo vislumbró algo del misterio de la sagrada hermosura de la virginidad, enlazando etimológicamente la palabra “virgen” (parthenos) con uno de los fenómenos más admirables de la naturaleza: la floración. La virginidad es la florescencia del ser humano que resume en sí la energía vital creadora, la hermosura, la exuberancia de las fuerzas del espíritu cuando se abre a los horizontes de la vida. Por eso a los seres virginales se les consideraba dignos de vivir y ponerse en relación y proximidad con los dioses.

Estas ideas —floración del ser, gracia, hermosura, proximidad a Dios— derraman su luz sobre el misterio virginal de María. Ella es la más estupenda floración del ser femenino, rebosante de frescura, de inocencia y lozanía en medio del desierto del mundo. “El custodio de la virginidad —dice San Agustín— es el amor, y el lugar de este custodio es la humildad. Porque allí habita el que dijo que sobre el humilde, y el sosegado, y el temeroso de sus palabras descansa su Espíritu”  (De sancta virg. 52: PL 40, 426).

María ofreció su virginidad con voto a Dios, y así, cuando se desposó con San José, estaba consagrada con un vínculo que tampoco se rompió con el matrimonio. Esta virginidad perpetua la predicó muchas veces San Agustín como un artículo de fe (Ench. 34: PL 40, 249), poniendo en la Madre y el Hijo un sello de singularidad:
“Él nació singularmente de Padre sin Madre, de Madre sin Padre; Dios sin madre, hombre sin padre; sin madre antes de todos los tiempos, sin padre en el fin de los tiempos”  (Ench. 34).

La virginidad de María singulariza al Hijo y a la Madre; es decir, los sella con un honor sublime y único, los hace ejemplares eternos de hermosura.

La defensa de la virginidad de María no es tanto en privilegio y honra de la Madre como del Hijo. Por eso San Agustín no se cansa de repetir: “Ella concibió siendo virgen, le dio a luz quedando virgen, virgen permaneció” (Sermón 51,18).
Tomado de: Agustín de Hipona. P. Victorino Capánaga

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