miércoles, 6 de enero de 2016

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De la mano de San Agustín (2): Manifestación del Señor


A la solemnidad que celebramos hoy se le da el nombre griego de Epifanía en atención a la manifestación del Señor. En efecto, al manifestarse en el día de hoy, se ofrece a los magos, primicias de los gentiles, que lo adoran, el que hace pocos días se les entregaba al nacer. El es la piedra angular que juntó en su unidad a las dos como paredes que traían dirección contraria, es decir, la de la circuncisión y la del prepucio; con otras palabras: la de los judíos y la de los gentiles, y se convirtió en nuestra paz, él que hizo de los dos pueblos uno solo (Ef 2,14).
Para dar el anuncio a los pastores judíos, bajaron los ángeles del cielo, y para que los magos gentiles lo adorasen, brilló una estrella desde el cielo. Ya mediante los ángeles, ya mediante la estrella, los cielos pregonaron la gloria de Dios, para que por la gracia del nacido la pregonasen también los apóstoles, llevando al Señor como si fueran cielos, y su sonido llegase a toda la tierra, y sus palabras, al confín del orbe de la tierra (Sal 18,2.5). Palabras que llegaron también a nosotros; las creímos, y por eso hablamos (2Co 4,13).

Hay muchas cosas, hermanos, en la lectura evangélica escuchada que merecen consideración. Llegan los magos del Oriente, buscan al rey de los judíos quienes nunca antes habían buscado a tantos otros reyes judíos como hubo. Pero buscan no a alguien ya en edad viril o entrado en años, visible a los ojos humanos en un trono elevado, poderoso por sus ejércitos, terrorífico por sus armas, resplandeciente por su púrpura, de brillante diadema, sino a un recién nacido que yace en la cuna, ansia el pecho materno; que no destacaba ni por los adornos de su cuerpo, ni por la fuerza de sus miembros, ni por la riqueza de sus padres, ni por su edad, ni por el poder de los suyos. Y preguntan al rey de los judíos por el rey de los judíos, a Herodes por Cristo, al grande por el pequeño, al ilustre por el oculto, al elevado por el humilde, al que habla por el que no habla, al rico por el necesitado, al fuerte por el débil, y, no obstante, al que lo desprecia, por el que ha de ser adorado. Efectivamente, en él no se veía ninguna pompa real, pero se adoraba la auténtica majestad.
Sermón 373, 1-2

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