martes, 28 de junio de 2016

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De la mano de San Agustín (9): La Oración (2)

 En la fe, esperanza y caridad oramos siempre con un continuo deseo. Pero a ciertos intervalos de horas y tiempos oramos también vocalmente al Señor, para amonestarnos a nosotros mismos con los símbolos de aquellas realidades, para adquirir conciencia de los progresos que realizamos en nuestro deseo, y de este modo nos animemos con mayor entusiasmo a acrecentarlo. Porque ha de seguirse más abundoso efecto cuanto precediere más fervoroso afecto. Por eso dijo el Apóstol: Orad sin interrupción (1Ts 5,17). ¿Qué significa eso sino «desead sin interrupción» la vida bienaventurada, que es la eterna, y que os ha de venir del favor del único que os la puede dar? Deseémosla, pues, siempre de parte de nuestro Señor y oremos siempre. Pero a ciertas horas substraemos la atención a las preocupaciones y negocios, que nos entibian en cierto modo el deseo, y nos entregamos al negocio de orar; y nos excitamos con las mismas palabras de la oración a atender mejor al bien que deseamos, no sea que lo que comenzó a entibiarse se enfríe del todo y se extinga por no renovar el fervor con frecuencia. Por lo cual dijo el mismo Apóstol: Vuestras peticiones sean patentes a Dios (Flp 4,6). Eso no hay que entenderlo como si tales peticiones tuvieran que mostrarse a Dios, pues ya las conocía antes de que se formulasen; han de mostrarse a nosotros en presencia de Dios por la perseverancia y no ante los hombres por la jactancia. También podría interpretarse que se muestren a los ángeles, que están en presencia de Dios, para que en cierto modo las presenten a Dios y le consulten sobre ellas. Así, conociendo ellos lo que se ha de cumplir por orden divina, nos lo sugieran distinta o veladamente a nosotros, según lo entiendan en la divina orden. Porque fue un ángel el que le dijo a un hombre: Y ahora, cuando orabais tú y Sara, yo ofrecí vuestra oración en la presencia de la claridad de Dios (Tb 112,12).

 Siendo esto así, no será inútil o vituperable el dedicarse largamente a la oración cuando hay tiempo, es decir, cuando otras obligaciones y actividades buenas y necesarias no nos lo impidan, aunque también en ellas, como he dicho, hemos de orar siempre con el deseo. Porque no es lo mismo orar con locuacidad que orar durante largo espacio (Mt 6,7), como algunos piensan. Una cosa es un largo discurso y otra es un afecto sostenido. En efecto, del mismo Señor está escrito que pernoctaba en oración y que oró prolijamente (Lc 6,12). ¿No era darnos el ejemplo, orando con oportunidad en el tiempo, aunque con el Padre oye en la eternidad?

Se dice que los hermanos de Egipto se ejercitan en oraciones frecuentes, pero muy breves y como lanzadas en un abrir y cerrar de ojos, para que la atención se mantenga vigilante y alerta y no se fatigue ni embote con la prolijidad, pues es tan necesaria para orar. De ese modo nos enseñan que la atención no se ha de forzar cuando no puede sostenerse; pero tampoco se ha de retirar si puede continuar. Alejemos de la oración los largos discursos, pero mantengamos una duradera súplica si persevera ferviente la atención. El mucho hablar es tratar en la oración un asunto necesario con palabras superfluas. En cambio, la súplica sostenida es llamar con una sostenida y piadosa excitación del corazón a la puerta de aquel a quien oramos. Habitualmente este asunto se realiza más con gemidos que con palabras, más con llanto que con discursos. Dios pone nuestras lágrimas ente sí (Sal 55,9) y nuestros gemidos no se le ocultan a él (Sal 37,10) que todo lo creó por su Verbo y no necesita del verbo humano.
Ca 130, 17-19

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