viernes, 3 de marzo de 2017

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LA SAMARITANA - Jn. 4, 1-42

1.    Junto al pozo

El camino de Judea a Galilea, atravesando Samaria, era largo, y el terreno, en gran parte, pedregoso y desértico. No es de extrañar que se cansaran Jesús y sus discípulos. Bajaban de Jerusalén y llegaron a un sitio donde había un pozo de agua, cerca de una aldea llamada Sicar. Era mediodía y, además de sentir fatiga y cansancio, les acuciaba el hambre. Los discípulos fueron a la aldea a comprar algo de comer, y Jesús, cansado del camino, se sentó junto al pozo para descansar.
 
 Y llega una mujer samaritana. Se encuentran los dos y se establece un diálogo muy personal, no tanto porque hablan dos personas entre sí, sino porque lo hacen desde el interior de cada cual. Un diálogo que podríamos llamar progresivo y ascendente, hasta dar con la verdad y aceptarla. Esta es una de las páginas más hermosas del evangelio por su presentación y, mucho más, por su contenido. Es una verdadera catequesis.

Cristo y la Samaritana. Los dos tenían sed. Los dos querían beber. La Samaritana buscaba el agua del pozo, agua muerta porque no corre, y encuentra la fuente de agua viva, que sí “corre” y da vida por dondequiera que pasa: Cristo. Y Cristo también estaba sediento: Tenía sed de la fe de la samaritana (Quaest, 64, 4). Estaba cansado, y el descanso que necesitaba era un cambio del corazón de la mujer para que creyera en él. Su sed quedaría saciada cuando ella y sus conciudadanos lo reconocieran como el “salvador del mundo”.

Se encuentran los dos junto al brocal del pozo. Había venido ella a sacar agua para sus quehaceres en la casa. Costumbre era, según algunos, que las mujeres de la aldea fueran por agua al comenzar el día, y no a mediodía. Es a esta hora, mediada la jornada y el sol en lo más alto, cuando Jesús siente sed y está cansa-do. ¿Encuentro casual? ¿Es que hay algo casual en el evangelio? ¿Las cosas ocurren porque sí o porque alguien las mueve para que, en este caso, se produjera el “milagro del encuentro”?

2.    Dame de beber

Y comienza el diálogo. Jesús es un maestro en saber aprovechar el momento oportuno y preciso para iniciar un diálogo o una actividad concreta. Dame de beber, dice a la mujer. Y ella cree que sí está sediento. En todo su aspecto se reflejaba el cansancio y a la cara se asomaba un organismo un tanto deshidratado. De ahí que no le extrañara la petición. Le extraña y sorprende otra cosa: que un judío, uno de tantos con quienes ellos, los samaritanos, no se hablaban, le pidiera de beber. Estaban separados y enfrentados.

Pero Cristo vino a unir y no a separar. Nada de diferencias ni rivalidades. Aunque no lo diga en ese momento, en él todos somos uno, porque no hay distinción entre judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer (Gal 3, 28). Si las leyes o ciertas costumbres impiden su acercamiento a las personas, Jesús no las tiene en cuenta. Él es la ley del amor. Y esta es una ley que supera, anula o perfecciona todas las leyes que levantan barreras o dificultan la práctica del amor y la misericordia, el acercamiento entre unos y otros, y la unidad.

Sus mismos discípulos se sorprenderán también, cuando regresan de la aldea, al verle hablando con una mujer. No porque fuera samaritana, sino por el solo hecho de que estuviera y hablara con una mujer. Si esta era la mentalidad de en-onces, ¿por qué persiste todavía entre nosotros, en mayor o menor grado, la discriminación por razón del sexo, y también por origen, cultura, situación económica, religión, etc.?

Jesús rompe, una vez más, con muchos moldes que atenazan y restringen la ley del amor. Por eso no tiene reparo alguno en hablar con la Samaritana y pedirle que le diera de beber. ¿Qué además era pecadora? Precisamente por eso. Era lo que él buscaba. Los justos no tenían necesidad de él. Se salta a la torera tres impedimentos o dificultades: mujer, samaritana y pecadora. Y aunque hubiera sido también leprosa o sirofenicia.

No valen ya, en adelante, las etiquetas; mucho menos las descalificaciones. No puede haber diálogo sincero si no se reconoce en la otra parte, primero, un ser humano; segundo y sobre todo, un ser amado y querido por Dios.

Dame de beber. Así comienza el diálogo. A Jesús le gusta provocar, en el mejor significado de la palabra. Y para ello nada mejor que utilizar un equívoco. La mujer no entiende el sentido oculto de estas palabras. Es lo primero que pretendía Jesús. De esta forma, la samaritana se ve obligada a preguntar: Tú, siendo judío, cómo pides de beber a una mujer samaritana? Si los judíos no se tratan con los samaritanos, tampoco éstos con los judíos. Jesús ha logrado que la mujer “trate” con un judío. Ha sido un primer logro.

En tu caso no valen ya los equívocos. O mejor, Cristo no utiliza equívocos para suscitar en ti un diálogo como lo hizo con la samaritana. Te habla al corazón. Pero para percibir con claridad su palabra tendrás que “encontrarte” con él, es decir, dirigir las antenas de tu atención a él en momentos claves de tu vida: cuando surjan las dudas o te aceche la tentación, en situaciones de sufrimiento interior o físico, en tus ratos de oración que deben abundar o ser frecuentes, también cuando las cosas te salen bien, al oír su palabra en la celebración litúrgica, en el encuentro con el hermano, en mil ocasiones más.

El dame de beber a la samaritana, en ti será quiero contar contigo, me interesas tú. Nada te va a pedir que tú no puedas dar. Más todavía, el contar contigo es un re-galo que te hace. Es una gracia. Y si no, mira cómo sigue el diálogo con la samaritana.

Le pedía de beber, y fue él mismo quien prometió darle el agua.  Se presenta como quien tiene indigencia, como quien espera algo, y le promete abundancia, como quien está dispuesto a dar hasta la saciedad  (In Jn ev. 15, 12).
Tomado del libro: Bebieron de la Fuente
P. Teodoro Baztán Basterra.

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