viernes, 26 de mayo de 2017

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De la mano de San Agustín: Quería que su amor fuera más bien divino

Ante todo, exhorto a vuestra caridad a que no sea perezosa en reflexionar un poquito sobre los motivos por los que dijo el Señor: Él no puede venir sin que yo me vaya (Jn 16,7) Como si -por hablar a modo carnal-, como si Cristo, el Señor, tuviese algo guardado en el cielo y lo confiase al Espíritu Santo que venía de allí, y, por tanto, el Espíritu no pudiera venir a nosotros antes de que volviera Jesús para confiárselo; o como si nosotros no pudiéramos soportar a ambos a la vez, o fuéramos incapaces de tolerar la presencia de uno y otro; o como si uno excluyera al otro, o como si, cuando vienen a nosotros, sufrieran ellos estrecheces en vez de dilatarnos nosotros. ¿Qué significa, pues, Él no puede venir sin que yo me vaya? Os conviene -dijo- que yo me vaya; pues, si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros (Jn 16.7). Escuche vuestra caridad lo que estas palabras significan, según yo he entendido o creo haber entendido, o según he recibido por don suyo, o en cuanto digo lo que creo. Pienso que los discípulos se habían obsesionado con la forma humana de Jesús y, hombres como eran, el afecto humano los tenía encadenados al hombre. Él, en cambio, quería que su amor fuese más bien divino, para transformarlos, de esa forma, de carnales en espirituales, cosa que no se produce en el hombre si no es por don del Espíritu Santo. Les dice algo así: «Os envío un don que os transforme en espirituales, el don del Espíritu Santo. Pero no podéis llegar a ser espirituales si no dejáis de ser carnales. Mas dejaréis de ser carnales si desaparece de vuestros ojos mi forma carnal para que se incruste en vuestros corazones la forma de Dios». Esta forma humana, esta forma de siervo, por la que el Señor se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo (Flp 2,7); esta forma humana tenía cautivo el afecto del siervo Pedro cuando temía que muriese aquel a quien tanto amaba. Amaba, en efecto, a Jesucristo, el Señor, pero como un hombre a otro hombre, como hombre carnal a otro carnal, y no como hombre espiritual a la majestad. ¿Cómo lo demostramos? Habiendo preguntado el Señor a sus discípulos quién decía la gente que era él y habiéndole recordado ellos las opiniones ajenas, según las cuales unos sostenían que era Juan, otros que Elías, o Jeremías, o uno de los profetas, les pregunta: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?( Mt 16,15) Y Pedro, él solo en nombre de los demás, uno por todos, dijo: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo (Mt 16,16). ¡Estupenda y verísima respuesta! Por ella mereció escuchar: Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos (Mt 16,7). Puesto que tú me dijiste, yo te digo; dijiste antes, escucha ahora; proclamaste tu confesión, recibe la bendición. Así, pues, también yo te digo: Tú eres Pedro; dado que yo soy la piedra, tú eres Pedro, pues no proviene piedra de Pedro, sino Pedro de piedra, como cristiano de Cristo y no Cristo de cristiano. Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16,18); no sobre Pedro, que eres tú, sino sobre la piedra que has confesado. Edificaré mi Iglesia: te edificaré a ti, que al responder así te has convertido en figura de la Iglesia. Esto y otras cosas escuchó por haber dicho: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo.Como recordáis, había oído también: No te lo ha revelado la carne ni la sangre, es decir, el razonamiento, la debilidad, la impericia humanas, sino mi Padre que está en los cielos (Mt 16,17). A continuación comenzó el Señor Jesús a predecir su pasión y a mostrarles cuánto iba a sufrir de parte de los impíos. Ante esto, Pedro se asustó y temió que, al morir Cristo, pereciera el Hijo del Dios vivo. Ciertamente, Cristo, el Hijo del Dios vivo, el bueno del bueno, Dios de Dios, el vivo del vivo, fuente de la vida y vida verdadera, había venido a perder a la muerte, no a perecer él de muerte. Con todo, Pedro, siendo hombre y, como recordé, lleno de afecto humano hacia la carne de Cristo, dijo: Ten compasión de ti, Señor. ¡Lejos de ti el que eso se cumpla! (Mt 16,22). Y el Señor rebate tales palabras con la respuesta justa y adecuada. Como le tributó la merecida alabanza por la anterior confesión, así da la merecida corrección a este temor. Retírate, Satanás (Mt 16,23) -le dice-. ¿Dónde queda aquello: Dichoso eres, Simón, hijo de Juan? Distingue cuándo lo alaba y cuándo lo corrige; distingue la causa de la confesión y la del temor. La de la confesión: No te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos (Mt 16,17); la causa del temor: Pues no gustas las cosas de Dios, sino las de los hombres (Mt 16,23). ¿No vamos a querer, pues, que diga a los apóstoles: Os conviene que yo me vaya? Pues, si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros (Jn 16,7). Mientras no se sustraiga a vuestra mirada carnal esta forma humana, nunca seréis capaces de comprender, sentir o pensar algo divino. Sea suficiente lo dicho. De aquí la conveniencia de que su promesa respecto al Espíritu Santo se cumpliese después de la resurrección y ascensión de Jesucristo el Señor. Haciendo referencia al mismo Espíritu Santo, Jesús había exclamado y dicho: Quien tenga sed, que venga a mí y beba, y de su seno fluirán ríos de agua viva (Jn 7,37-38). A continuación, hablando en propia persona, dice el mismo evangelista Juan: Esto lo decía del Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Pues aún no se había otorgado el Espíritu, porque Jesús aún no había sido glorificado (Jn 7,39). Así, pues, una vez glorificado nuestro Señor Jesucristo con su resurrección y ascensión, envió al Espíritu Santo.
S 270,2

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