Ante todo, conviene advertir al futuro
lector de este mi tratado sobre la Trinidad que mi pluma está vigilante contra
las calumnias de aquellos que, despreciando el principio de la fe, se dejan
engañar por un prematuro y perverso amor a la razón. Ensayan unos aplicar a las
substancias incorpóreas y espirituales las nociones de las cosas materiales
adquiridas mediante la experiencia de los sentidos corpóreos, o bien con la
ayuda de la penetración natural del humano ingenio, de la vivacidad del
espíritu, o con el auxilio de una disciplina cualquiera, y pretenden sopesar y
medir aquéllas por éstas.
Hay quienes razonan de Dios —si esto es razonar—
al tenor de la naturaleza del alma humana o afectos, y este error los arrastra,
cuando de Dios discurren, a sentar atormentados e ilusorios principios. Existe
además una tercera raza de hombres que se esfuerzan, es cierto, por elevarse
sobre todas las criaturas mudables con la intención de fijar su pupila en la
inconmutable substancia, que es Dios; pero, sobrecargados con el fardo de su
mortalidad, aparentan conocer lo que ignoran, y no son capaces de conocer lo
que anhelan. Afirmando con audacia presuntuosa sus opiniones, pues se cierran
caminos a la inteligencia y prefieren no corregir su doctrina perversa antes
que mudar de sentencia.
Y éste es el virus de los tres mencionados
errores; es decir, de los que razonan de Dios según la carne, de los que
sienten según la criatura espiritual, como lo es el alma, y de los que,
equidistantes de lo corpóreo y espiritual, sostienen opiniones sobre la
divinidad tanto más absurdas y distanciadas de la verdad cuanto su sentir no se
apoya en los sentidos corporales, ni en el espíritu creado, ni en el Creador.
El que opina que Dios es blanco o sonrosado se equivoca: con todo, estos
accidentes se encuentran en el cuerpo. Nuevamente, quien opina que Dios ahora
se recuerda y luego se olvida, u otras cosas a este tenor, yerra sin duda, pero
estas cosas se encuentran en el ánimo. Mas quien juzga que Dios es una fuerza
dinámica capaz de engendrarse a sí mismo, llega al vértice del error, pues no sólo
no es así Dios, pero ni criatura alguna espiritual o corpórea puede engendrar
su misma existencia.
Con el fin, pues, de purificar el alma
humana de estas falsedades, la Sagrada Escritura, adaptándose a nuestra
parvedad, no esquivó palabra alguna humana con el intento de elevar, en
gradación suave, nuestro entendimiento bien cultivado a las alturas sublimes de
los misterios divinos. Así, al hablar de Dios, usa expresiones tomadas del
mundo corpóreo y dice: Encúbreme a la sombra de tus alas (Sal
16,8). Y aun le place usurpar del mundo inmaterial locuciones innúmeras,
no para significar lo que Dios es en sí, sino porque así era conveniente
expresarse. Por ejemplo: Yo soy un Dios celoso (Ex 20,5).
Me arrepiento de haber creado al hombre (Gn 6,7). Por el
contrario, de las cosas inexistentes se abstiene en general la Escritura de
emplear expresiones que cuajen enigmas o iluminen sentencias. Por eso se
disipan en vanas y perniciosas sutilezas aquellos que, enmarcados en el tercer
error, se distancian de la verdad fingiendo en Dios lo que ni en Él ni en ser
alguno creado es dable encontrar.
Con símiles tomados de la creación suele la
Escritura divina formar como pasatiempos infantiles con la intención de excitar
por sus pasos en los débiles un amor encendido hacia las realidades superiores,
abandonando las rastreras. Lo que es propio de Dios, que no se encuentra en
ninguna criatura, rara vez lo menciona la Escritura divina, como aquello que
fue dicho a Moisés: Yo soy el que soy; y: El que es me envía a
vosotros (Ex 3,14). Ser se dice en cierto modo del cuerpo y del
espíritu, mas la Escritura no diría esto si no quisiera darle un sentido
especial. Dice también el Apóstol: El único que posee la inmortalidad
(1Tm 6,16). Siendo el alma, en cierta medida, inmortal, no diría el
Apóstol: El único que la posee, si no se tratase de la verdadera
inmortalidad inconmutable, que ninguna criatura puede poseer, pues es exclusiva
del Creador. Esto dice Santiago: Toda dádiva optima y todo don perfecto
viene de arriba, desciende del Padre de les laces, en el cual no se da mudanza
ni sombra de variación (St 1,17). Y David en el Salmo: Los
mudarás y serán mudados; pero tú eres siempre el mismo (Sal
101,27-28).
De aquí la dificultad de intuir y
conocer plenamente la substancia inconmutable de Dios, creadora de las cosas
transitorias, y, sin mutación alguna temporal en sí crea las cosas temporales.
Para poder contemplar inefablemente lo inefable es menester purificar nuestra
mente. No dotados aún con la visión somos nutridos por la fe y conducidos a
través de caminos practicables, a fin de hacernos aptos e idóneos de su
posesión. Afirma el Apóstol estar en Cristo escondidos todos los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia (Cf Col 2,3); sin embargo, al hablar a los
ya regenerados por su gracia, pero, como carnales y animales, aun parvulillos
en Cristo, nos lo recuerda, no en su potencia divina, en la que es igual al
Padre, sino en su flaqueza humana, que le llevó a sufrir muerte de cruz. Nunca,
dice, me precié entre vosotros de saber alguna cosa, sino a Jesucristo,
y éste crucificado. Ya renglón seguido les dice: Me presenté a vosotros
en flaqueza y mucho temor y temblor (1Co 2,2-3). Y un poco
después les dice: Y yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino
como u carnales. Como a infantes en Cristo, os di leche a beber y no comida, porque
no la admitíais aún, ni ahora la podéis sufrir (1Co 3,1-2).
Hay quienes se irritan ante este lenguaje,
juzgándolo injurioso, y prefieren creer que quien así habla nada tiene que
decir, antes que confesar su desconocimiento ante lo que oyen. Y a veces les
damos, no las razones que ellos piden y exigen cuando hablamos de Dios —quizás
no las entendieran, ni nosotros sabríamos explicarnos bien—, sino las que
sirven para demostrarles cuán negados e incapaces son para entender lo que
exigen.
Mas como no escuchan lo que quieren, juzgan, o
que obramos así para ocultar nuestra insipiencia, o que maliciosamente emulamos
su saber, y así, indignados y coléricos, se alejan.
La Trinidad. I, 1-3
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