viernes, 2 de junio de 2017

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De la mano der San Agustín: Hizo su camino y dijo: "Seguidme"

Pensando en esta vida, se dice a Moisés: Nadie ha visto el rostro de Dios y ha permanecido vivo (Ex 33,20). En efecto, no se ha de vivir pensando en ver en esta vida aquel rostro. Hay que morir al mundo para vivir por siempre para Dios. Entonces, cuando veamos aquel rostro que vence cualquier apetencia, ya no pecaremos, ni de obra ni de deseo. Es tan dulce, hermanos míos, tan hermoso, que, después de haberlo visto, ninguna otra cosa puede deleitar. Habrá una saciedad insaciable, pero sin hastío. Estaremos siempre hambrientos y siempre saciados. Escucha ambas afirmaciones tomadas de la Escritura: Quienes me beben —dice la Sabiduría— volverán a tener sed; y quienes me comen volverán a sentir hambre (Si 24,29). Mas, para que no pienses que allí habrá indigencia y hambre, escucha al Señor: Quien beba de esta agua, jamás volverá a tener sed (Jn 4,13). Pero preguntas: ¿Cuándo será? Sea cuando sea, espera no obstante al Señor; aguanta al Señor, compórtate varonilmente y sea confortado tu corazón (Cf Sal 26,14). ¿Acaso falta tanto como lo ya pasado? Advierte cuántos siglos han pasado y han dejado de existir desde Adán hasta nuestros días. En cierto sentido, son pocos los días que quedan; así de hecho ha de decirse de lo que queda en comparación con los siglos ya pasados. Exhortémonos mutuamente, exhórtenos el que vino a nosotros, hizo su camino y dijo: «Seguidme»; el primero en subir a los cielos para, desde las alturas, socorrer como cabeza a sus miembros, que se fatigan en la tierra; el que dijo desde el cielo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?(Hch 9,4) Por tanto, que nadie pierda la esperanza; al final se nos dará lo prometido; allí se hará realidad aquella justicia.

Habéis escuchado también cómo el Evangelio concuerda con estas palabras. Es voluntad del Padre —dice— que no se pierda nada de lo que me ha dado, sino que tengan la vida eterna; y yo los resucitaré en el último día (Jn 6,39). Se resucitó a sí mismo en el primer día; a nosotros nos resucitará en el último. El primer día está reservado a la cabeza de la Iglesia. Pues nuestro día, Cristo el Señor, no tiene ocaso. El último día será el fin de este mundo. No quiero que preguntes: «¿Cuándo será este día?». Para el género humano está lejano, y cercano para cada uno de los hombres, pues el último día es el de la propia muerte. Y, ciertamente, una vez que hayas salido de aquí, recibirás lo que corresponda a tus méritos y resucitarás para recibir lo que llevaste a cabo. Entonces Dios coronará no tanto tus méritos como sus dones. Reconocerá cuanto te dio si supiste conservarlo. Ahora, por tanto, hermanos, nuestro deseo ha de estar solamente en el cielo, en la vida eterna. Nadie ponga su complacencia en sí mismo, como si hubiera vivido aquí justamente y se comparase con quienes viven mal, al modo del aquel que se autoproclamaba justo (Cf Lc 18,11) sin haber oído al Apóstol: No que yo la haya alcanzado o que ya sea perfecto (Flp 3,12). Por tanto, aún no había recibido lo que deseaba. Había recibido la prenda. Estas son sus palabras: Quien nos ha dado el Espíritu como prenda (2Co 5,5). Deseaba llegar a aquello de lo que poseía la prenda; ésta presupone una cierta participación, pero lejana. De una manera participamos ahora y de otra participaremos entonces. Ahora tiene lugar por la fe y la esperanza en el mismo Espíritu; entonces, en cambio, tendrá lugar la realidad, la especie, pero el mismo Espíritu, el mismo Dios, la misma plenitud. Quien llama a los que aún están ausentes, se les mostrará cuando estén presentes; quien llama a los peregrinos, los nutrirá y alimentará en la patria.

Habiéndose convertido Cristo en nuestro camino, ¿perdemos la esperanza de llegar? Este camino no puede ni acabarse, ni interrumpirse, ni borrarse por lluvias o tormentas, ni ser asediado por salteadores. Camina seguro en Cristo; camina; no tropieces, no caigas, no mires atrás, no te quedes parado en el camino, no te apartes de él. Con sólo cuidarte de todo esto, llegarás. Una vez que hayas llegado, gloríate ya de ello, pero no en ti. Pues, quien se alaba a sí mismo, no alaba a Dios, sino que se aparta de él. Sucede como a quien se aparta del fuego: el fuego permanece caliente, pero él se enfría; o como al que quiere alejarse de la luz; si lo hace, la luz permanece resplandeciente en sí misma, pero él queda en tinieblas. No nos alejemos del calor del Espíritu ni de la luz de la Verdad. Ahora hemos escuchado su voz; entonces, en cambio, le veremos cara a cara. Que nadie se complazca en sí mismo ni nadie desprecie al otro. Que todos queramos progresar de tal manera que no envidiemos a los que de hecho progresan ni despreciemos a los retardados, y se cumplirá en nosotros, con gozo, lo prometido en el Evangelio: Y yo los resucitaré en el último día (Jn 6,40).

S 170, 9-11

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