viernes, 14 de julio de 2017

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LA HUMILDAD DE JESÚS..

Os encarezco, amadísimos hermanos, la humildad de nuestro Señor Jesucristo, o, mejor, él mismo nos la encarece a todos nosotros. Ved qué gran humildad. El profeta Isaías clama: Toda carne es heno y todo el esplendor de la carne es como la flor del heno; el heno se secó, la flor cayó, más la palabra del Señor permanece para siempre (Is 40,6-8) ¡Cómo despreció y rebajó la carne! ¡Qué forma de anteponer y alabar la Palabra de Dios! Vuelvo a decirlo: renovad vuestra atención, contemplad lo abyecto de la carne: Toda carne es heno y todo el esplendor de la carne es como la flor del heno. ¿Qué es el heno? ¿Qué es la flor del heno? Lo dice a continuación. ¿Quieres oír lo que es el heno? El heno se secó, la flor cayó. ¿Qué es la Palabra de Dios? Permanece para siempre. Reconozcamos la Palabra que permanece para siempre; escuchemos al evangelista que alaba la Palabra. En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba al principio junto a Dios. Todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada. Lo que fue hecho era vida en ella, y la vida era la luz de los hombres (Jn 1,1-4). Grande alabanza, digna de la Palabra eterna; alabanza excelsa, adecuada a la Palabra de Dios que permanece para siempre. ¿Y qué dice luego el evangelista? Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (Ibid. 14). Con sólo que la Palabra que es Dios se hubiera hecho carne, tal humildad sería ya increíble. ¡Y dichosos quienes creen esta realidad increíble! En efecto, nuestra fe consta de cosas increíbles: la Palabra de Dios se hizo heno, un muerto resucitó, Dios fue crucificado: cosas increíbles todas para sanarte a base de realidades increíbles, puesto que tu enfermedad había adquirido dimensiones enormes. He aquí que vino el médico en humildad, encontró en cama al enfermo, participó con él en la enfermedad, llamándolo a su divinidad. El que destruye todo sufrimiento aceptó vivir en sufrimientos y murió suspendido en la cruz para dar muerte a la muerte. Nos dio un alimento para que lo comiéramos y sanáramos. ¿De dónde procede y a quiénes alimenta ese manjar? A los que imiten la humildad del Señor. Tú que no imitas ni siquiera su humildad, ¡cuánto menos su divinidad! Imita, si puedes, su humildad. ¿Cuándo, en qué se humilló él? El, siendo Dios, se hizo hombre; tú, hombre, reconoce que eres hombre. ¡Ojalá te reconocieras como lo que él se hizo por ti! Conócete a ti a través de él; advierte que eres hombre, y, sin embargo, es tan grande tu valor, que por ti Dios se hizo hombre. No lo eches en el saco de tu soberbia, sino en el de su misericordia. Nuestro Dios y Señor nos redimió con su sangre, y quiso que el precio de nuestras almas fuese su sangre, sangre inocente.

Y, como había comenzado a decir, hermanos, si el Señor se hubiese humillado sólo hasta hacerse hombre, ¿quién iba a exigirle más? Tú no te humillarías a convertirte de hombre en bestia, y, con todo, ¡cuál no es la diferencia! Si te humillases hasta convertirte en bestia, no sería la distancia entre tú y ella tan grande cuanto entre Dios y el hombre. En efecto, en el hombre convertido en bestia acontece que algo racional se transforma en irracional, pero mortal en uno y otro caso: mortal es el hombre, mortal la bestia; nace el hombre como nace la bestia; es concebido el hombre, e igualmente la bestia; el hombre, como la bestia, se nutre de alimentos corporales y crece. ¡Cuántas cosas tiene en común el hombre con las bestias! Sólo le distingue la razón, donde se halla la imagen del creador. En cambio, cuando Dios se hizo hombre, el eterno se hizo mortal, se revistió de la carne sin pecado tomada de la masa de nuestra raza, se hizo hombre, nació y tomó lo que le posibilitaría el padecer por nosotros. Mas supón que aún no ha padecido; de momento, mira lo que se hizo por ti antes de padecer. ¿Es poca cosa esa humildad? Dios se ha hecho hombre. ¡Oh hombre! Mira que eres hombre. Dios se hizo hombre por ti, y tú, ¿no quieres reconocer que eres hombre? Miremos, hermanos, a quienes no quieren reconocer que son hombres. ¿Quiénes no quieren reconocerlo? Los que se justifican a sí mismos y echan las culpas a Dios. Si un hombre sufre en esta vida algo duro o molesto, su lengua no está presta sino para reprender a Dios y alabarse a sí mismo, y, exclamando desde la indignación que le produce su tribulación, no confiesa sus pecados, antes bien se jacta de sus méritos y dice: « ¡Oh Dios! ¿Qué te he hecho? ¿Por qué sufro esto? ¡Oh Dios! ¿Qué te he hecho?» Esto dice un hombre a Dios. Respóndale Dios: «Dices bien: '¿Qué te he hecho?' En efecto, nada me has hecho a mí, y yo todo a ti». Pues, si hubieres hecho algo para Dios, habría sido algo que le deleitara: esto significa hacerle algo a él. Ahora, en cambio, cuanto hiciste, para ti lo hiciste, tú que, siguiendo tu voluntad, despreciaste su soberanía. Así entendido, es correcto lo que dices. ¿Qué puedes hacer a Dios para gritar: «Qué te he hecho»? Quien arroja una piedra contra el cielo, ¿la arroja contra el cielo o contra sí mismo? Lo que has lanzado, no quedó allí, sino que volvió a ti; lo mismo sucede con toda clase de blasfemias e injurias que lances contra Dios, con cuantas cosas turban tu mente sacrílega, impía y soberbia: cuanto más lances hacia arriba, con tanto mayor peso recaerá sobre ti.

 ¿Qué ibas a hacer, pues, para Dios? Harías algo para él sólo si cumplieras su palabra; si cumplieras lo que él había mandado, gritarías con razón: «¿Qué te he hecho?» Sin embargo, examina tu justicia, interroga tu conciencia, entra en tu corazón, no grites desde afuera, mira al interior, vuelve a la intimidad de tu corazón. Mira si es verdad que no hiciste nada malo; mira si sufres justamente por algo que hiciste cuando te hallabas en alguna tribulación, pues al pecador no se le debe otra cosa más que el tormento del fuego que arde eternamente. Abandonaste a tu Dios y fuiste detrás de tus concupiscencias. ¿Qué sufres cuando eres azotado? Se trata de una corrección, no de la condenación. Si Dios te azota en esta vida, es que no está airado contra ti. No le ofendas cuando te flagela, no le provoques; así te perdonará. Si le provocas con tu murmuración, te abandonará. Cuando te halles bajo el azote de quien te corrige, huye; no del azote, sino al azote; a donde hiere, corre hacia allí. Él sabe dónde ha de herirte y dónde encontrarte; pierdes el tiempo en esconderte de los ojos de quien está por doquier. ¿Quieres huir de Dios airado? Huye a Dios apaciguado; no huyas de él a ninguna parte, a no ser hacia él mismo. Pensabas huir de él cuando levantabas tu soberbia cerviz; abájala y huye hacia él. El flagela a todo hijo que acoge (Pr 3,12). Pero ¿desdeñas el ser flagelado? Desdeña entonces la herencia. El padre bueno te educa para que recibas la herencia; él es bueno tanto cuando perdona como cuando castiga: siempre se muestra misericordioso.
S 341A, 1-3

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