Hermanos míos, temo la ira de Dios; de
Dios, que no teme a las turbas. ¡Qué pronto se dice: «Lo que el pueblo ha
hecho, hecho está»! «¿Quién hay que pueda vengarse de un pueblo entero?» Así es
en verdad; ¿quién puede hacerlo? ¿Ni siquiera Dios? ¿Temió, acaso, Dios al
mundo entero cuando envió el diluvio? ¿Temió a las pobladas ciudades de Sodoma
y Gomorra cuando las destruyó con fuego bajado del cielo? No quiero hablar ya
de los males presentes, de cuántos y dónde han tenido lugar; ni quiero recordar
sus consecuencias, para no dar la impresión de que me dedico a insultar. ¿Acaso
separó Dios en su cólera a los que hicieron el mal de los que no lo hicieron?
Pero sí juntó a quienes lo hacían con quienes no lo impedían.
Demos fin ya de una vez al sermón.
Hermanos míos, os exhorto y os suplico, por el Señor y su mansedumbre, a que
viváis bien y en paz; permitid que las autoridades cumplan pacíficamente con lo
que es de su incumbencia, pues han de rendir cuentas a Dios y a sus superiores.
Cuando tengáis que solicitar alguna cosa, solicitadla con respeto y sin
alboroto. No os mezcléis con quienes obran mal y se muestran crueles de forma
desgraciada y sin control. No debéis hallaros presentes en tales hechos, ni
siquiera como espectadores; al contrario, en cuanto os sea posible, cada uno en
su propia casa y en su contorno amoneste, convenza, enseñe y corrija a aquel a
quien le unen lazos de parentesco o de amistad. Alejadlos de tales males
incluso con amenazas, para que llegue el momento en que Dios se compadezca,
ponga fin a los males humanos y no nos trate según merecen nuestros pecados ni
nos retribuya según nuestras maldades, antes bien aleje de nosotros nuestros
pecados tanto cuanto dista el oriente del occidente. El nos libre por el honor
de su nombre y se muestre propicio con nuestras culpas para que no digan los
gentiles: «¿Dónde está tu Dios?» (Sal 72,9-10).
Hermanos, por aquellos que se refugian en la
fortaleza de la madre Iglesia, por nuestro refugio común, no seáis perezosos ni
holgazanes para visitar con frecuencia a vuestra madre. No os alejéis de la
Iglesia. Le preocupa el que una multitud alborotada se atreva a hacer algo. Por
lo demás, y en cuanto se refiere a las autoridades, sabed que hay leyes
promulgadas por los emperadores cristianos en el nombre de Dios que la protegen
con suficiencia y hasta abundantemente y que dichas autoridades parecen ser
tales que no se atreverán a actuar contra su madre, lo que les acarrearía el
reproche de los hombres y el juicio de Dios. Eso está lejos de su intención; ni
creo que puedan hacerlo ni veo que lo hagan. Mas para que la multitud
alborotada no ose hacer nada, debéis acudir a la madre Iglesia, puesto que,
como dije, no es refugio para uno o dos hombres, sino para todos. Quien no
tiene nada pendiente con la justicia, tema el llegar a tenerlo. Lo digo a
vuestra caridad: hasta los malvados buscan refugio en la Iglesia huyendo de la
presencia de los justos, y también los justos que huyen de la presencia de los
malvados. A veces, hasta los malvados huyendo de otros malvados. Hay tres clases
de fugitivos: los buenos nunca huyen de los buenos; solamente los justos no
huyen de los justos. Huyen o bien los injustos de los justos, o bien los justos
de los injustos, o también los injustos de los injustos. Mas, si quisiéramos
hacer distinciones y sacar de la iglesia a quien obra mal, no tendrían dónde
esconderse los que obran el bien; si quisiéramos permitir que fuesen sacados
todos los culpables, no tendrían adonde huir los inocentes. Es preferible,
pues, que la Iglesia proteja a los culpables antes que sean sacados de ella los
inocentes. Quedaos con estas cosas, para que, como dije, sea temida vuestra
asistencia, no vuestra crueldad.
S, 302, 20-21
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