martes, 7 de noviembre de 2017

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Domingo XXXI Tiempo Ordinario: (Ciclo A)

Cada día se nos presentan novedades de todo género que nos llaman la atención por un cierto tiempo y que, luego, se nos borran sin más.

La vida se convierte así en un traspasar cosas y cosas, palabras y llamadas de atención y muchos momentos en los que las sorpresas aparecen y que luego pierden su importancia hasta el punto en que, muchas veces, nos reímos de ellas.

Si meditamos el salmo responsorial de hoy descubriremos una maravilla verdadera para nosotros: Guarda mi alma en la paz, junto a ti, Señor. La intimidad del orante se desdobla: mira hacia dentro y comunica al Señor lo que necesita. Nota en sí la cercanía de Dios hasta el punto de lanzarse a manifestar su propia incapacidad: acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre. Tal vez nos parezca un tanto infantil el lenguaje que acabamos de leer pero es bueno pensar, y, ojalá de creer, que nos encontramos ante una confesión de fe al descubrir la propia incapacidad y, por otro lado, la presencia de Dios en el corazón. De hecho, solo quien vive en la humildad es capaz de descubrir la presencia del Señor y orientar así su existencia en la fe.

El Señor no cesa de llamar la atención a los que se creen seguros y capaces de orientar así a los demás ya que, en definitiva, se ponen ellos mismos como ejemplo. El evangelio merece ser leído y meditado en la verdad para estar al tanto de cómo la seguridad en la fe puede llevarnos a la soberbia de creernos mejores que los demás y de convertirnos en hipócritas. La enseñanza de Jesús en el evangelio se dirige a todos aquellos que personalmente manifiestan un nivel de superación con respecto a los demás y olvidando que solo la gracia puede transformar nuestros corazones a la humildad y a la confianza en Dios: el que se enaltece será humillado, y el que se humille será enaltecido.

    Tengamos en cuenta la enseñanza de Jesús en el evangelio de hoy: no es una referencia para un momento sino una lección válida para todo aquel que quiera seguir el camino del Maestro. Así, entraríamos en un examen de conciencia al descubrir en nuestro corazón las posibles situaciones de soberbia y de menosprecio sobre los demás: ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros; todo lo que hacen, es para que los vea la gente, les gustan los primeros puestos, que la gente los llame “maestros”.  Un examen de conciencia, planteado en la humildad y en la verdad según las palabras del Señor, seguro que nos podría descubrir el mismo fondo de vida de los fariseos: ellos no hacen lo que dicen,

De todas maneras, este momento de nuestra vida requiere seguramente atención a su vida de fe y cómo se debe caminar desde la voluntad de Dios. Todo lo que sea seguridad en sí mismo, superación en relación con los demás, no tener en cuenta que uno solo es nuestro Señor, Cristo, es una desorientación, incluso cuando parezca que va por el buen camino. La humildad es una actitud necesaria ante Dios y ante los demás ya que toda apreciación de méritos personales nos conduce a una soberbia total.

RESPUESTA desde NUESTRA REALIDAD

Alguna vez, ¿nos preguntamos cuál es el camino de Jesús? Él nos enseña el camino de la coherencia: el más grande entre vosotros será el que se ponga al servicio de los demás. Aquí está nuestra respuesta y, también, nuestra ilusión. Constantemente tenemos ocasión de agradecer al Señor su presencia y su misericordia entre nosotros, su amor y su paz que, en una respuesta por nuestra parte, puede llevarnos a descubrir cada día a manifestar la voluntad de Dios y a necesitar siempre su presencia. Dejar de lado nuestra ilusión y situarnos en actitud de escucha ante Dios es descubrir su presencia y su camino para dejarnos guiar por Él y ser sus testigos de cómo Él es nuestro Padre y nuestro Señor.

ORACION.  Dios de poder y misericordia, de quien procede el que tus fieles te sirvan digna y meritoriamente, concédenos avanzar sin obstáculos hacia los bienes que nos prometes. Por J. N. S. Amén

PENSAMIENTO AGUSTINIANO

            Para que el hombre supiese amarse, se le puso delante la meta, hacia la que tenía que dirigir todo lo que hacía para ser feliz. Y esta mesa es unirse a Dios. Ahora bien, cuando se manda a uno, que sabe amarse a sí mismo, que ame al prójimo como a sí mismo, ¿qué otra cosa se le manda, sino que lo recomiende, cuando pueda, que ame a Dios? Éste es el culto a Dios, esta es la verdadera religión; ésta es la piedad recta; ésta es la servidumbre debida solo a Dios. Por consiguiente, toda potestad inmortal, por grande que sea su poder, si nos ama como a sí misma, nos desea, para felices, estar sometidos al mismo a quien lo está ella. Si, pues, no da culto a Dios, es miserable, porque está privada de Dios; y, si da culto a Dios, no quiere ser adorada como Dios. Antes bien, se adhiere y confirma con la fuerza de su amor que dice: «Será exterminado el que ofrezca sacrificios  a otros dioses, fuera del Señor»  (san Agustín en La Ciudad de Dios X, 3).
P. Imanol Larrínaga, oar.

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