lunes, 28 de mayo de 2018

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SANTÍSIMA TRINIDAD: MISTERIO DE AMOR

Decía el Papa dimisionario Benedicto XVI: “No podemos confiar nuestra vida a un ente superior indefinido o a una fuerza cósmica, sino sólo a un Dios cuyo rostro de Padre se nos ha hecho familiar gracias al Hijo, “lleno de gracia y de verdad”. Jesús es la clave que nos abre la puerta de la sabiduría y del amor, que rompe nuestra soledad y mantiene la esperanza frente al misterio del mal y de la muerte. Nuestro Dios no es un “ente” superior, ni es un “algo” impersonal o neutro. Tampoco es simplemente una persona, sino que es familia: La formada por las tres divinas personas, con sus diferencias personales cada una.

A lo largo de los siglos, los teólogos se han esforzado por investigar el misterio de Dios. Ahí está el ejemplo de san Agustín con su obra “De Trinitate”, sobre la Trinidad. Tomando como referencia algunas realidades humanas nos han acercado un poco al misterio de Dios. El alma humana es una, pero con tres facultades, que son la memoria, el entendimiento y la voluntad. Diferentes entre sí, pero unificadas en el alma espiritual de la que son distintos aspectos o funciones. Santo Tomás hablaría de que existe Dios Padre que, conociéndose y pronunciando una Palabra eterna, engendra al Hijo. Abrazados ambos en el amor mutuo dan lugar al Espíritu Santo, como persona distinta. San Agustín había escrito que Dios es el “Amante”, el Padre; el “Amado” es Jesús y el “Amor”, el Espíritu Santo.

Pero ha sido Jesús quien nos ha revelado este misterio. “Al principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba junto a Dios y la palabra era Dios. Todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres”. Jesús es la Palabra de Dios por la que fueron he-chas todas las cosas. Es también la Sabiduría de Dios que existe con él antes de todas las cosas. Pero, más que decirnos cosas de su Padre Dios, nos ha revelado el ser íntimo de ese Padre, porque “todo me lo ha entregado mi Padre”; “todo lo tuyo es mío” y “nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien se lo quiera revelar”. Es su gran revelación.

Jesús no habla de Yahvé sino de “mi Padre” y de “vuestro Padre”. Un Padre al que contempla como misterio de Bondad. En su hogar de Nazaret y de labios de José y de María ha oído hablar de Yahvé; en la sinagoga ha sido instruido en la historia de su pueblo, en las bondades de ese Dios y en la protección y amor que ha tenido para con los suyos. Para un judío Dios es siempre Yahvé. Pero en una visita a Jerusalén, después de estar tres días desaparecido, sus padres lo encuentran en el templo. Ante el reproche de su madre que le dijo: “Pero, hijo, por qué te has portado así, mira que tu padre y yo andábamos angustiados buscándote…”, el joven Jesús le contesta: “¿Por qué me buscabais. No sabíais que tenía que dedicarme “a las  cosas de mi Padre”. Este es el inicio de la gran revelación. 

A este Padre lo vive como una presencia buena que bendice la vida de sus hijos, que se muestra cercano, amable, comprensivo, bondadoso. Es el Padre que vive pendiente de sus hijos a los que sana y cura, a los que perdona, a los que acoge y ama. A los que devuelve la vida. Es el Dios que se compro-mete con sus hijos e hijas a luchar contra el mal y a construir un mundo cada vez más de Dios y más humano. Jesús no separa nunca a ese Padre de su proyecto de transformar el mundo. No puede pensar en él como alguien en-cerrado en su misterio insondable, de espaldas al sufrimiento de sus hijos e hijas. Por eso, pide a sus seguidores que se abran al misterio de ese Dios, que crean en la Buena Noticia de su proyecto, que se unan a él para trabajar por un mundo más justo y dichoso para todos.

Él mismo se siente a sí mismo como "Hijo" de ese Dios, que ha venido para impulsar en la tierra el proyecto humanizador del Padre y para llevarlo a su plenitud definitiva incluso por encima de la muerte. Por eso, busca en todo momento lo que quiere el Padre. Su fidelidad a él lo conduce a buscar siem-pre el bien de sus hijos e hijas. Su pasión por Dios se traduce en compasión por todos los que sufren.

Jesús se muestra siempre como el hermano cercano y cariñoso. Arrastrado por este amor vive para curar la vida y aliviar el sufrimiento, defender a las víctimas y reclamar para ellas justicia, sembrar gestos de bondad, y ofrecer a todos la misericordia y el perdón gratuito de Dios: la salvación que viene del Padre.

Por último, Jesús actúa siempre impulsado por el "Espíritu" de Dios: Es el amor del Padre que lo envía a anunciar a los pobres la Buena Noticia de su proyecto salvador. Es el aliento de Dios que lo mueve a curar la vida. Es su fuerza salvadora que se manifiesta en toda su trayectoria profética. Este Espíritu no se apagará en el mundo cuando Jesús se ausente. Él mismo lo promete así a sus discípulos, cuando les dice que no los dejará solos. La fuerza del Espíritu los hará sus testigos de Hijo de Dios, y colaboradores del proyecto salvador del Padre. “Este Espíritu y nuestro espíritu dan un testi-monio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también somos herederos de Dios y coherederos con Cristo”. En este Espíritu hemos sido también bautizados, juntamente con el Padre y el Hijo. En el amor de este mismo Espíritu somos perdonados de nuestros pecados. Así vivimos los cristianos este misterio del amor trinitario: En un amor total como miembros de una misma familia, pues “al que me ama mi Padre lo amará y vendremos a él –en plural- y estableceremos nuestra morada, nuestra casa, en él”.

¿Cuál debe ser nuestra respuesta? Amemos a Dios en la diversidad de las tres divinas personas. Oremos también “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, pero con un matiz o  con una tonalidad diferente. En la vida espiritual “mi Padre” es el Padre de Jesús, él es mi hermano con mis debilidades y flaquezas, pero con su capacidad de amor, de misericordia, de perdón; es el hermano. Y el Espíritu Santo es la fuerza, el manantial de donde brota la luz, el amor, los que conocemos como “dones del Espíritu Sa-to”. De esta manera concluimos lo que llamamos el “ciclo o año litúrgico”.
 P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

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