lunes, 29 de octubre de 2018

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DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO -B- Reflexión

El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres.

El profeta Jeremías vivió uno de los episodios más transcendentales y trágicos de su pueblo: La conquista de Jerusalén por los asirios y el destierro masivo de judíos a Babilonia, la capital de ese imperio. Lejos de su tierra, tuvo que anunciar repetidas veces en nombre de Dios que su pueblo, por sus muchos pecados y el abandono de la religión, había merecido estas desgracias. Pero el discurrir de los años y el largo reinado de Josías en Jerusalén, apoyado por los propios asirios, presagiaban tiempos de esperanza: El retorno de los israelitas a su país. Ante esta visión anticipadora, el profeta no puede por menos que gritar: “El Señor ha salvado a su pueblo. Mirad, yo os traeré del país del Norte y seré un padre para Israel”.

Dice también que, entre los que vuelvan a su patria, habrá “ciegos y cojos, preñadas y paridas, una gran multitud”. No son un grupo de victoriosos, sino gentes liberadas por la misericordia de Dios, a quienes les ha dado un corazón capaz de reconocerlo y los ha unido en una asamblea común, donde la alegría sustituye a las lágrimas de muchos años.

También el salmo tiene este color de alegre esperanza: “cuando el Señor cambió la suerte de Sión nos parecía soñar, al ir, iban llorando; al volver, vuelven cantando”. En verdad que los creyentes del pueblo elegido podían cantar: “El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”.

Maestro, que pueda ver
La alegría del profeta o el gozo del salmista son el mejor anticipo de lo que sintió el ciego protagonista del evangelio de hoy. La curación de Bartimeo está narrada por Marcos para urgir a las comunidades cristianas a salir de su ceguera y frialdad religiosa. Solo así seguirán a Jesús por el camino del Evangelio. El relato es de una sorprendente actualidad para la Iglesia de nuestros días.

Bartimeo es un mendigo ciego que, sentado al borde del camino, pide limosna. En su vida siempre es de noche. Desde que nació vivió en la oscuridad. Ha oído hablar de Jesús, pero no conoce su rostro y, por ello, no puede seguirlo. Está junto al camino por el que marcha el maestro, pero él está fuera, al margen de quienes lo acompañan. ¿No será ésta nuestra situación? 

Con frecuencia somos cristianos ciegos, sentados junto al camino, pero incapaces de seguir a Jesús, porque nuestra vida es también “oscuridad”, noche.  Pero, inconscientemente, también estamos pidiendo limosna: La limosna de conocer a Jesús para poder acompañarlo y andar por sus caminos. Ignoramos hacia dónde se encamina la Iglesia, pero tampoco nos paramos a pensar qué esperamos o qué futuro queremos para ella. Instalados en una religión que no logra convertirnos en seguidores de Jesús, vivimos junto al Evangelio, pero fuera. Y vivimos en la pobreza. ¿Qué podemos hacer? ¿Rezar? ¿Escuchar?

A pesar de su ceguera, Bartimeo oye ruidos de gente que pasa, que alborota, y pregunta qué sucede. Le dicen que quien está pasando cerca de él es Jesús, el de Nazaret. No lo duda un instante, pues presiente que en Jesús está su salvación: “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí”. Este grito repetido con fe va a desencadenar su curación.

Hoy se oyen en la Iglesia quejas y lamentos, protestas y mutuas descalificaciones. El descontento respecto de las instituciones ha llevado a muchos hermanos al abandono. No se escucha la oración humilde y confiada del ciego. Se nos ha olvidado que solo Jesús puede salvar a esta Iglesia. No percibimos su presencia cercana. Solo creemos en nosotros. No esperamos nada de él ni de su Iglesia.
El ciego no ve, pero sabe escuchar la voz de Jesús que le llega a través de sus enviados: “Ánimo, levántate, que te llama”. Este es el clima que necesitamos crear en la Iglesia. Animarnos unos a otros a reaccionar. No seguir instalados en una religión convencional sino, como el ciego, volver a Jesús que nos está llamando para que vivamos en la luz de las buenas obras y sintamos el gozo de vernos salvados. Este debe ser hoy nuestro propósito.

El ciego reacciona de forma admirable: suelta el manto que le impide levantarse, da un salto en medio de su oscuridad y se acerca a Jesús. De su corazón solo brota una petición: “Maestro, que pueda ver”. Si sus ojos se abren, todo cambiará. El relato concluye diciendo que el ciego recobró la vista y “le seguía por el camino”.

Esta es la curación que necesitamos hoy los cristianos. El salto cualitativo que puede cambiar a la Iglesia. Si cambia nuestro modo de mirar a Jesús, si leemos su Evangelio con ojos nuevos y nos apasionamos con su proyecto de un mundo más humano, la fuerza de Jesús nos arrastrará. Nuestras comunidades conocerán la alegría de vivir siguiéndole de cerca. Nos levantaremos, andaremos, cantaremos y no lloraremos.

La Carta a los Hebreos es hoy la mejor invitación a este seguimiento y a sentir el gozo de vivir con Jesús. Hombre como nosotros, envuelto en la mismas debilidades, comprende nuestros extravíos y pecados, pero como hermano mayor y, a la vez, sumo y eterno sacerdote, nos representa a todos en el culto a Dios y ofrece por él y por nosotros dones y sacrificios. Y lo hace por encargo de su propio Padre, ya que nadie puede apropiarse el honor del sacerdocio por su cuenta. En el AT los sacerdotes recibían el ministerio por una sucesión familiar, dentro de la tribu de Leví. Cristo recibió el sacerdocio directamente de Dios: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. “Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec”.

Que Jesús abra los ojos de nuestras conciencias y nos permita ver la luz de su salvación y la de su Iglesia. Vivamos en esta esperanza.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

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