lunes, 12 de noviembre de 2018

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DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO -B- Reflexión

Desde niño fui un mendigo de amor y de atenciones por parte de mis padres; nunca me parecía suficiente lo que me daban. Algo perecido experimentaba en la relación con mis compañeros de estudios, tanto en el pueblo, como en el colegio, lo mismo que con mis maestros o profesores. Me quemaba el deseo de ser estimado y valorado. Vivir era una urgencia y amar una pasión. Debieron pasar unos años hasta que en mi adolescencia comencé a descubrir el amor de Dios, la cercanía afectiva de Jesús y el amor entrañable de su madre María, a la que aprendí a llamar también “madre”, y a su esposo san José. Quería y buscaba el amor para ser amado y necesité consejos y lecciones para aprender a darlo; para entregarlo a los demás. Necesitaba recibirlo antes de aprender a darlo. Debieron pasar años hasta que entendí que amar a mi Dios era amarlo en los demás, en mis hermanos; fueron necesarios muchos ratos de reflexión y de oración para comprender que el camino para agradar a Dios, darle gracias y devolverle el amor con que nos ama pasa por los hermanos, como escuchábamos en el evangelio del domingo anterior. O como, muy certeramente, dice san Agustín en la Regla para sus religiosos: “Así pues, vivid todos en unanimidad y concordia y honrad los unos en los otros a Dios, de quien habéis sido hechos templos”. La viuda de la que nos habla el Libro de los Reyes y la que aparece en el evangelio de san Marcos son unas magníficas maestras en esta madurez del amor: Amar es darse, es entregarse, ofrecer lo que se tiene, aunque tengamos necesidad de ello.
“Por favor, tráeme un poco de agua para que beba y un trozo de pan”. “… Pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”.

Las dos viudas de las lecturas de hoy son un ejemplo de la vida cristiana en su madurez. Podemos pensar que la primera no cumple el deber fundamental de salvar la vida de su hijo o que la segunda, al dar todo lo que tiene, está buscando morir de hambre. Estamos ante dos casos extremos. No tratamos de imitar los hechos, sino que los miramos para entender el mensaje que nos sugiere esa actitud de obediencia y de confianza total en Dios. 

La de Sarepta, obedece confiadamente la petición del profeta Elías  a pesar de encontrarse en una situación límite; el hombre de Dios le pide comida cuando no le queda sino para morir de hambre ella y su hijo. Confía en Dios, pero confía también en ese hombre, el profeta, en quien lo ve reflejado. Lo mismo le sucede a Elías. Se atreve a hacer esa petición porque ha descubierto en ella lo que él mismo está sintiendo: su vida tiene sentido porque vive y habla en obediencia a los planes de Dios. Esta vivencia y confianza es lo que transmite a esa mujer y a su hijo. Y Dios los premia con la abundancia de la que habla el texto. 

La viuda pobre del evangelio, sin que nadie se lo insinúe, deja en el rico cepillo del templo de Jerusalén lo poco que necesita para seguir subsistiendo. El relato histórico termina ahí, pero lo que continúa es el elogio que Jesús hace de ella ante los discípulos.  Es el gran premio que recibe de Dios, que le llega solo por la mirada del Maestro. Los dos casos demuestran que la confianza en Dios no defrauda. Tiene su premio.

Ha echado todo lo que tenía para vivir.

La escena es conmovedora. Una pobre viuda se acerca calladamente a uno de los trece cepillos colocados en el recinto del templo, no lejos del patio de las mujeres. Muchos ricos están depositando cantidades importantes. Casi avergonzada, ella echa sus dos moneditas de cobre, las más pequeñas que circulan en Jerusalén. Su gesto no ha sido observado por nadie. Pero, en frente de los cepillos, está Jesús viéndolo todo. Conmovido, llama a sus discípulos. Quiere enseñarles algo que sólo se puede aprender de la gente pobre y sencilla. De nadie más.

La viuda ha dado una cantidad insignificante y miserable, como es ella misma. Su sacrificio no aportará nada a la riqueza y esplendor del templo. No despertará ambiciones. La economía del templo se sostiene con la contribución de los ricos y poderosos. El gesto de esta mujer no servirá prácticamente para nada. 

Jesús lo ve de otra manera: “Esta pobre viuda ha echado más que nadie”. Su generosidad es más grande y auténtica. “Los demás han echado lo que les sobra”, pero esta mujer que pasa necesidad, “ha echado todo lo que tiene para vivir”. Es probable que esta viuda viva mendigando a la entrada del templo. No tiene marido. No posee nada. Sólo un corazón grande y una confianza total en Dios. Si sabe dar todo lo que tiene, es porque “pasa necesidad” y puede comprender las necesidades de otros pobres a los que se ayuda desde el templo.

En las sociedades del bienestar se nos está olvidando lo que es la “compasión”. No sabemos lo que es “padecer con” el que sufre. Cada uno se preocupa de sus cosas. Los demás quedan fuera de nuestro horizonte. Cuando uno se ha instalado en su cómodo mundo de bienestar, es difícil “sentir” el sufrimiento de los otros. Cada vez se entienden menos los problemas de los demás. Pero, como necesitamos alimentar dentro de nosotros la ilusión de que todavía somos humanos y tenemos corazón, damos “lo que nos sobra”. No es por solidaridad. Sencillamente ya no lo necesitamos para seguir disfrutando de nuestro bienestar. Solo los pobres son capaces de hacer lo que la mayoría estamos olvidando: dar lo que tienen. Esta es la gran lección de los dos episodios contemplados. Y es también la gran lección de Cristo Jesús, que, según la Carta a los Hebreos, “ha entrado en el cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros y se ha ofrecido a su Padre para quitar los pecados de todos”.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

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