miércoles, 7 de noviembre de 2018

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Te amas a ti mismo de forma saludable si amas a Dios más que a ti

No es posible en quien ama a Dios que no se ame a sí mismo; y más diré: que sólo se sabe amar a sí mismo quien ama a Dios. Ciertamente se ama mucho a sí mismo quien pone toda la diligencia en gozar del sumo y verdadero bien; y como ya hemos probado que es Dios, es indudable ser mucho lo que se ama a sí mismo quien es amante de Dios. ¿No debe existir entre los hombres vínculo alguno de amor que los una? Más bien es verdad que no hay peldaño más seguro para subir al amor de Dios que la caridad del hombre para con sus semejantes.

Que nos hable del segundo precepto el Señor, quien, preguntado sobre los preceptos de la vida, no habló de uno solo, sabiendo, como sabía, que es una cosa Dios y otra el hombre, y tan distinta como es la distinción entre el Creador y la criatura, hecha a su imagen. El segundo precepto: Amarás, dice, a tu prójimo como a ti mismo. No será bueno el amor de ti mismo si es mayor que el que tienes a Dios. Y lo mismo que haces contigo, hazlo con tu prójimo, con el fin de que él ame a Dios también con perfecto amor. Pues no le tienes el amor que a ti mismo si no te afanas por orientarle hacia el bien al que tú te diriges; es éste un bien de tal naturaleza, que no disminuye con el número de los que juntos contigo tienden a Él. Aquí tienen su origen los deberes que rigen la comunidad humana, en los que no es tan fácil acertar. Pero al menos sepamos, ante todo, ser buenos, no servirnos contra nadie de la mentira ni de la doblez, porque no hay nada más próximo al hombre que el hombre mismo.

Oye también lo que dice San Pablo: El amor del prójimo no hace él mal. Me sirvo de textos muy cortos, pero bastan para probar lo que intento, ya que nadie ignora el número y calidad de los testimonios que se leen en todas las páginas de los libros santos relativas al amor del prójimo. Y como sólo hay dos modos de delinquir contra el prójimo: uno causándole daños y otro negándole nuestra ayuda cuando se le puede prestar, y por esto son los hombres malos, y ninguna de estas cosas hace el que ama, por eso pienso que la sentencia El amor del prójimo no obra mal, prueba lo que quiero demostrar. Y si no podemos obrar el bien sin haber dejado antes de hacer el mal, el amor del prójimo es como el principio del amor de Dios; y por este principio de San Pablo nos elevamos a lo que escribe a los fieles de Roma: Nosotros sabemos que todo coopera al bien para los que aman a Dios.

Ahora, en la marcha de estos dos amores hacia la plenitud y la perfección, decidir si van a un paso igual o si comienza primero el amor de Dios, o el del prójimo se perfecciona antes que él, confieso que no lo sé. Parece, en efecto, ser al principio el amor divino el que nos atrae con más fuerza; pero, por otra parte, se llega más fácilmente a la perfección que exige menos. Pero, sea de esto lo que fuere, lo cierto es que nadie se forje ilusiones de poder llegar a la felicidad, ni a Dios, objeto de sus amores, si desprecia a su prójimo. ¡Quiera el cielo que fuera tan fácil hacer bien al prójimo y no causarle daño alguno, como lo es amarle por quien está bien instruido y lleno de amor y de benignidad! Para realizar este amor, la buena voluntad no basta; se necesita, además, mucha sabiduría y una prudencia exquisita, de la que nadie puede servirse si el mismo

Dios, fuente de todos los bienes, no se la comunica. Se toca aquí, lo sé muy bien, una cuestión muy delicada, sobre la cual intentaré, sin embargo, decir algo, en la medida que lo exige la obra que traigo entre manos, con la esperanza puesta en aquel de quien sólo recibimos estos dones.
Mor. I  48-51

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