miércoles, 9 de enero de 2019

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LA EPIFANÍA DEL SEÑOR

Se postrarán ante ti, Señor, todos los reyes de la tierra.

Las fiestas de Navidad y de Epifanía están íntimamente unidas. En la Navidad celebramos el nacimiento de Jesús, Hijo de Dios, enviado por el Padre para la salvación de la humanidad.

 La Epifanía nos dice que esa misión es universal, abierta a todos los hombres y mujeres del mundo. La noche de Navidad nos presentaba a los pastores adorando al niño en el portal de Belén; hoy es la humanidad entera la que, representada en los tres magos, acude hasta el Hijo de Dios para ofrecerle su reconocimiento y sus dones.

Dice el evangelio de san Mateo que “Unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando:¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo”.

El evangelio no hace referencia ni a “reyes” ni al número “tres”. La tradición cristiana, a partir de Orígenes en los siglos segundo y tercero ya habla del número “tres” atendiendo a los presentes que le ofrecieron: oro, incienso y mirra. Este dato lo confirmará el Papa san León Magno en el siglo quinto de nuestra era. Pero será san Beda el Venerable (673-735) quien hable de Melchor como anciano de cabello blanco que representa a Europa y ofrece el oro; Gaspar, más joven y rubio representa a Asia y ofrece el incienso; mientras que  Baltasar, de edad mediana y de color moreno, representa a África y hace el homenaje de la mirra. Eran las partes del mundo de las que, entonces, se tenía mejor conocimiento y en ellas están representados todos los hombres buscadores de Dios, de todos los países y de todos los tiempos. Son un reflejo de la humanidad entera. Ellos personalizan a quienes desde lejos creen el anuncio de Dios representado en la “estrella” y acuden a adorar a quien el pueblo judío no ha reconocido y a quien sus autoridades tratan de asesinar.

Tampoco se dice que fueran “reyes”, sino “magos”, para representar a una casta sacerdotal medo persa de la época del reinado de Darío el Grande (521-486 a. C.). Personas religiosas que esperan la salvación universal y expertos en astronomía. Eran hombres mag-nos, hombres grandes o notables en todos los órdenes, representantes de la humanidad deseosa de Dios.

Vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron.

Hoy se habla mucho de crisis de fe religiosa, pero apenas se dice nada sobre la crisis del sentimiento religioso. Y, sin embargo, el drama del hombre contemporáneo no es, tal vez, su incapacidad para creer, sino su dificultad para sentir a Dios como Dios. Incluso los que se dicen creyentes parecen no tener capacidad para vivir ciertas actitudes verdaderamente religiosas como vivir su presencia, su cercanía, la dirección de nuestro destino, su providencia. Su cuidado y atención.

Un ejemplo claro lo tenemos en la dificultad que sentimos para adorarlo en la realidad de las tres Personas. En tiempos no muy lejanos, parecía fácil sentir reverencia y adoración ante la inmensidad y el misterio insondable de Dios. El hombre moderno, por el contrario, se siente en buena medida dueño del universo y señor de su vida. Desde esta actitud es muy difícil rendirse ante Dios y adorarlo como un Dios personal: Padre, Hijo y Hermano nuestro y Espíritu Santo. Quien vive aturdido interiormente por el ruido de sus veleidades, de sus pasiones o intereses egoístas y zarandeado por mil impresiones pasajeras sin detenerse nunca ante lo esencial, difícilmente encontrará «el rostro adorable» de ese Dios personal.

Para adorar a Dios es necesario sentirnos criaturas, infinitamente pequeñas ante El, pero infinitamente amados; es necesario admirar su grandeza insondable y gustar su presencia cercana y amorosa que envuelve todo nuestro ser. Es muy difícil adorar a un ser que ha llegado hasta nosotros simplemente como fruto de una tradición o del que hemos oído hablar en el hogar o en el colegio, pero a quien no sentimos superior a nosotros o lo vemos como alguien ajeno a nuestras vidas.

La adoración es admiración de alguien o de algo que nos deslumbra por su belleza o por su grandeza. Es rendirse ante el Misterio. Es ponernos delante de Dios y quedarnos en silencio agradecido y gozoso ante El, admirando su misterio desde nuestra pequeñez e insignificancia. Para adorar a Dios es necesario detenerse ante el misterio del mundo y saber mirarlo con amor. Quien mira la vida amorosamente hasta el fondo, comenzará a vislumbrar las huellas de Dios. Quien siente la vida como regalo de cada día, como un don de quien nos quiere podrá volver sus ojos hacia ese ser Generoso y Padre.

Abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra.

El relato de los Magos nos ofrece un modelo de auténtica adoración. Rendidos ante el Niño, como los pastores, le ofrecen sus dones. La adoración es ofrenda y es entrega. Es voluntad de ponerse a disposición de la persona adorada. Es obediencia total al Niño, criatura humana débil e indefensa, a quien le ofrecen el don de la mirra; pero es también Dios y Rey nuestro a quien adoramos con el incienso de nuestras oraciones y la ofrenda de nuestra voluntad y le ofrecemos el oro de lo mejor de nuestras personas. Seamos obedientes a la voz del profeta que nos dice: “¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti… y los pueblos caminarán a tu luz y los reyes al resplandor de tu aurora!”. Adoremos al Niño y llevemos con nosotros el regalo de nuestro reconocimiento y de nuestra gratitud. Somos y tenemos lo que Él ha querido que seamos y tengamos.

Hoy, con los Magos, presentamos a Dios en Jesús María y José el regalo de nuestra gratitud y de nuestro amor. Y lo compartimos con quienes nos quieren o nos acompañan en nuestro vivir de cada día. Felicidades a todos.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

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