domingo, 13 de septiembre de 2020

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DOMINGO XXIV del TIEMPO ORDINARIO (A) Mt 18, 21-35


 Señor, ¿Señor, cuántas veces he de perdonar a mi hermano?

El perdón es una de las expresiones más hermosas del amor. Dios, que es amor, perdona siempre y en todo. En palabras del Papa Francisco, "Dios no se cansa de perdonar". Si ama sin límite, gratuitamente y sin condicionamiento alguno, así también perdona: siempre y en todo, gratuitamente y con total generosidad. El límite o la medida la ponemos nosotros, no Dios. 

Eso mismo nos pide Jesús. A la pregunta de Pedro si hay que perdonar hasta siete veces a quien nos ha ofendido, Jesús le responde que hasta setenta veces siete; es decir, siempre, a todos y en todo. A ejemplo suyo, que, muriendo en la cruz, pide al Padre perdón a quienes le estaban asesinando. Es de mezquinos llevar cuenta de las veces que alguien perdona. La casuística apaga el fuego del amor que induce a perdonar siempre, sin poner límite alguno.

La dos parábolas de este párrafo del evangelio nos pueden parecer fuera de lugar. Por una parte, la deuda del empleado del rey es inconmensurable. Si un denario venía a ser el salario de cien días de trabajo de un obrero, diez mil talentos equivaldría a unos cien millones de denarios. Y en la otra, el segundo empleado recibe un castigo totalmente desproporcionado de parte de quien había sido perdonado por el rey. Jesús presenta de intento el contraste entre los dos deudores. El rey perdona totalmente a quien le debía una cantidad tan enorme, y el criado perdonado es incapaz de perdonar una deuda tan ínfima. 

Con ello Jesús quiere poner de manifiesto que el perdón que otorga Dios (el rey) es sin medida. No es fácil perdonar cuando se ha recibido una ofensa muy grave. Quedamos profundamente heridos, y sentimos que dentro de nosotros nace o se produce una actitud  de rechazo y rencor a quien nos ha ofendido. A veces, también, un deseo mal reprimido de venganza. Y no nos queda fácil superar este sentimiento. Y va pasando el tiempo, y el "tumor" va creciendo, y cada vez se hace más difícil perdonar.

Únicamente la oración nos puede ayudar a extirpar del todo ese tumor. Porque me lo rogaste, dice la parábola. Esa es la clave. Y añadir a ello la oración por el ofensor. En la medida en que avanzamos en la actitud de la oración a Dios por el ofensor, va desapareciendo el "tumor" que nos corroe por dentro. Hasta quedar totalmente extirpado.

Muchos, para justificar su no perdón, suelen decir: "Perdono, pero no olvido". Que equivale a decir: "Perdono, pero no quiero olvidar". Quien así habla, se equivoca totalmente: si no se quiere olvidar, tampoco quiere perdonar como Dios nos perdona. Quien mantiene en la memoria el agravio y no lo quiere olvidar, se hace un daño grave a sí mismo, puesto que el "tumor" del rencor se transforma en metástasis. Y sabemos que la metástasis acaba casi siempre en la muerte. En nuestro caso, en la muerte espiritual, mucho más grave que la muerte física. 

También es verdad que no es fácil olvidar el pasado. Quizás, han sido agravios que han marcado nuestra vida y, hasta cierto punto, forman parte de ella. Pero, aunque queden en la memoria y no se puedan borrar del todo, su recuerdo nos puede inducir a rezar por el hermano y a pedir a Espíritu fuerza y valor, serenidad y paz interior. Y nos sentiremos mejor. E iremos olvidando poco a poco el agravio. 

Unas palabras muy hermosas de San Pablo: Así, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro (Col 3, 12-13).
 
Además de la oración es preciso tener o adquirir una serie de actitudes fundamentales en todo creyente. Están señaladas en este párrafo. Habla de la compasión entrañable, de la que sale de lo más profundo del corazón y no sólo de un ejercicio mental. De la humildad, que induce a acercarse al ofensor con amor; de la mansedumbre, que ayuda a soportar con entereza y sin rencor las ofensas; de la bondad, que, emanada del corazón de Cristo, nos hace más hermanos; de sobrellevar mutuamente las cargas y las situaciones más molestas y difíciles.

Y por último, la imitación de Cristo. Perdona desde lo alto de cruz y disculpa a quienes le hacen tanto mal. No saben lo que hacen, dice al Padre. Perdónalos. No es fácil disculpar al agresor, pero hasta ahí podría llegar el acto de perdonar. Buscar atenuantes y conocer o intuir los condicionamientos que hayan podido existir, facilitaría el camino del perdón y de la posible disculpa de sus actos. 

A pesar de todo, repito, no es fácil perdonar. Lo sabemos por experiencia propia y ajena; pero con la ayuda del Espíritu, que lo puede todo, se puede conseguir. Recordemos: Al perdonar de corazón a quien nos ha ofendido, recuperamos la paz del corazón. Cuando uno experimenta y vive del amor de Dios generoso, incondicional y gratuito, se hace mucho más fácil perdonar. 

San Agustín:

Si no perdonas a tu enemigo, te conviertes en tu propio enemigo (Sermón 179 A,7). Examine cada uno su conciencia, no guarde rencor contra su hermano por causa de alguna palabra dura. Por una disputa de tierra no se haga tierra (Sobre la 1ª Carta de Juan 1,11).


¿He tenido algún conflicto con alguien que me ha ofendido? ¿Persiste el conflicto o lo he superado?
¿Me cuesta perdonar cuando alguien me ofende gravemente? Si he perdonado de corazón, ¿qué he sentido en mi interior?
¿Suelo rezar por quien me cae mal? ¿Lo amo a pesar de todo?
¿Soy agente de paz entre quienes se han ofendido gravemente? ¿O más bien, me callo y no hago nada?¿Cómo interpreto y hago mías las palabras de San Agustín?


P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

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