domingo, 31 de enero de 2021

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DOMINGO IV del TIEMPO ORDINARIO (B) Mc 1, 21-28

 Enseñaba con autoridad

Jesús no pertenecía a la clase sacerdotal de entonces; no era tampoco un escriba dedicado a estudiar e interpretar los antiguos textos bíblicos ni un fariseo aferrado a las tradiciones judías. Era "uno del pueblo": sencillo, cercano, profundamente religioso. Uno más. Era Dios, pero no lo sabía nadie. Era el Mesías, pero no como lo esperaba la gente de entonces. Pertenecía a una familia humilde de un pueblo desconocido por muchos. Frecuentaba la sinagoga a la que iba todos los sábados con su familia. Y como cualquiera de los asistentes, podía en algún momento intervenir para preguntar o explicar alguno de los párrafos bíblicos que en ella se leían; él lo hizo en varias ocasiones.

Intervenía Jesús y quedaban todos sorprendidos de su sabiduría porque hablaba con autoridad propia. Los escribas y fariseos hablaban en nombre de la institución. Enseñaban ateniéndose a las tradiciones. Sus comentarios se basaban en maestros célebres del pasado. Por eso hablaban con autoridad ajena, porque citaban frecuentemente a maestros ilustres del pasado para interpretar "fielmente" la ley. Su vida, su modo de ser y de obrar, discurría por otros derroteros, como aparece en muchos pasajes del Evangelio.

Cuando hablaba Jesús, el pueblo sencillo quedaba asombrado. Era para ellos un verdadero maestro con su palabra y su modo de vivir. Era coherente entre lo que decía y hacía. Aquí radicaba su "autoridad" personal. Hablaba desde sí mismo, desde lo que era, de lo que vivía. No citaba a los grandes maestros. Él era la autoridad. Y cuando hablaba, no imponía nada a nadie. Proponía, explicaba, presentaba... Él dirá en otra ocasión que la autoridad debe estar siempre al servicio de los demás, no en servirse de los demás para provecho propio.

Y actuaba... Como en esta ocasión. Era sábado. ¿Qué hacía allí un hombre que tenía un espíritu inmundo? Y además, alborotaba y gritaba. No puede soportar la enseñanza de Jesús. El espíritu que lo posee está aterrorizado: ¿Has venido a acabar con nosotros? La enseñanza de los escribas no le molestaban. Según ellos, es una situación de pecado, y el endemoniado la acepta. Pero Jesús quiere liberar al hombre del espíritu que lo oprime para que viva dignamente

La autoridad, que en Jesús era servicio, increpó al espíritu inmundo, diciéndole: Cállate y sal de él. Y el espíritu inmundo obedeció y dejó libre al hombre que lo padecía. Era autoridad de servicio, de atención al débil y enfermo, y siempre de cercanía. Por eso asombraba a todos y lo admiraban. Y su fama se extendía por toda Galilea.

Esa misma autoridad -si no tanta, sí al menos en el intento y en el empeño- nos pide a todos sus seguidores. Una autoridad en cuanto coherencia entre lo que decimos y la vida de quienes hablamos o hacemos. Nunca una autoridad de dominio para imponernos a los demás. Ni como la de los fariseos, que lían fardos pesados y se los cargan a los demás..., porque dicen o enseñan, pero no hacen... El primero entre vosotros sea vuestro servidor (Mt 23, 3-4.11).

Nuestra autoridad moral se llama testimonio. Somos, debemos ser, testigos de Jesús. Seréis mis testigos..., hasta el confín de la tierra,  nos dice Jesús momentos antes de volver al Padre (Hch 1, 8). Testigos o "prolongadores" de su persona, con su palabra y sus gestos. "Prolongadores" para vivir como él, para amar como él, para servir como él... Y también para vivir, como él, una relación íntima e intensa con el Padre, con la fuerza y el empuje del Espíritu. Quien así vive, quien así ama, quien así sirve, es testigo suyo en el mundo.

Testigo, en cristiano, es quien vive lo que cree y, además, lo dice. La coherencia entre lo que se dice y se hace es una actitud personal acorde con el Evangelio de Jesús. Ser testigo de Jesús es tener, como él, una autoridad moral que muchos admirarán y otros acatarán sin reservas ni condiciones. Y nunca faltarán quienes nos rechacen.  Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán (Jn 15, 20). Si nos rechazan, nos ningunean o se burlan de nosotros por causa del Evangelio..., ¡benditos nosotros! No buscamos el aplauso. Intentamos sólo vivir lo que creemos. Y, además, decirlo.

El testimonio cristiano es, a mi parecer, el medio más eficaz en la tarea de la evangelización. No bastan las palabras, por muy hermosas que sean; si no fueran acompañadas por la vida, serían un engaño. Peor todavía, serían una traición al Evangelio de Jesús. Si algo recriminaba él con fuerza y sin paliativos era la hipocresía de los fariseos, maestros en decir y no hacer, sepulcros blanqueados por fuera y, por dentro, llenos de podredumbre (Cf. Mt 23, 27). Seréis mis testigos con la palabra y la vida.

Nuestra "autoridad" será, como la de Jesús, coherencia o testimonio. Dejémonos poseer por el Espíritu bueno para proclamar con verdad y fidelidad la Palabra de Jesús liberadora y salvífica.

San Agustín:

Los hombres de Dios expulsan las potestades enemigas y contrarias a la piedad conjurándolas con auténtica piedad, no aplacándolas (Ciudad de Dios 10,22).

El impío soporta de mala gana al justo, y el justo al impío; rémora son los unos para los otros. Nadie duda que estos dos son carga para sí mismos, pero por diversa intención. El justo es peso para el injusto, porque no quiere que sea injusto, sino que desea hacerlo justo, y lo anhela con súplicas y lo intenta con hechos; el injusto, por el contrario, de tal manera odia al justo, que no quisiera que existiese, para que no exista el bueno (Comentario al salmo 36,s.2,1).

 P. Teodoro Baztán Basterra, OAR



Cuando expongo o proclamo la palabra de Dios, ¿intento y procuro vivir lo que digo?

¿Es Jesús el referente de mi vida o hablo sólo desde mí mismo?

¿Suelo decir la verdad contenida en el evangelio, aunque sea dura y exigente, pero siempre con el debido respeto, o me la callo por cobardía o por el qué dirán?

¿Qué rasgos de la vida de Jesús admiro más e intento imitar?

Quien me ve u oye, ¿percibe de alguna manera la presencia de Cristo en mí?

¿Cómo interpreto y hago mías las palabras de San Agustín?

 

 

 

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