Jesús no pertenecía a la clase sacerdotal de entonces; no era tampoco
un escriba dedicado a estudiar e interpretar los antiguos textos bíblicos ni un
fariseo aferrado a las tradiciones judías. Era "uno del pueblo":
sencillo, cercano, profundamente religioso. Uno más. Era Dios, pero no lo sabía
nadie. Era el Mesías, pero no como lo esperaba la gente de entonces. Pertenecía
a una familia humilde de un pueblo desconocido por muchos. Frecuentaba la
sinagoga a la que iba todos los sábados con su familia. Y como cualquiera de
los asistentes, podía en algún momento intervenir para preguntar o explicar
alguno de los párrafos bíblicos que en ella se leían; él lo hizo en varias
ocasiones.
Intervenía Jesús y quedaban todos sorprendidos de su sabiduría porque
hablaba con autoridad propia. Los escribas y fariseos hablaban en nombre de
la institución. Enseñaban ateniéndose a las tradiciones. Sus comentarios se
basaban en maestros célebres del pasado. Por eso hablaban con autoridad ajena,
porque citaban frecuentemente a maestros ilustres del pasado para interpretar
"fielmente" la ley. Su vida, su modo de ser y de obrar, discurría por
otros derroteros, como aparece en muchos pasajes del Evangelio.
Cuando hablaba Jesús, el pueblo
sencillo quedaba asombrado. Era para ellos un verdadero maestro con su palabra
y su modo de vivir. Era coherente entre lo que decía y hacía. Aquí radicaba su
"autoridad" personal. Hablaba desde sí mismo, desde lo que era, de lo
que vivía. No citaba a los grandes maestros. Él era la autoridad. Y cuando
hablaba, no imponía nada a nadie. Proponía, explicaba, presentaba... Él dirá en
otra ocasión que la autoridad debe estar siempre al servicio de los demás, no
en servirse de los demás para provecho propio.
Y actuaba...
Como en esta ocasión. Era sábado. ¿Qué hacía allí un hombre que tenía un
espíritu inmundo? Y además, alborotaba y gritaba. No puede soportar la
enseñanza de Jesús. El espíritu que lo posee está aterrorizado: ¿Has
venido a acabar con nosotros? La enseñanza de los escribas no le
molestaban. Según ellos, es una situación de pecado, y el endemoniado la
acepta. Pero Jesús quiere liberar al hombre del espíritu que lo oprime para que
viva dignamente
La autoridad, que en Jesús era
servicio, increpó al espíritu inmundo, diciéndole: Cállate y sal de él. Y el espíritu inmundo obedeció y dejó libre al
hombre que lo padecía. Era autoridad de servicio, de atención al débil y
enfermo, y siempre de cercanía. Por eso asombraba a todos y lo admiraban. Y su
fama se extendía por toda Galilea.
Esa misma autoridad -si no tanta, sí
al menos en el intento y en el empeño- nos pide a todos sus seguidores. Una
autoridad en cuanto coherencia entre lo que decimos y la vida de quienes
hablamos o hacemos. Nunca una autoridad de dominio para imponernos a los demás.
Ni como la de los fariseos, que lían
fardos pesados y se los cargan a los demás..., porque dicen o enseñan, pero no
hacen... El primero entre vosotros sea vuestro servidor (Mt 23, 3-4.11).
Nuestra autoridad moral se llama
testimonio. Somos, debemos ser, testigos de Jesús. Seréis mis testigos..., hasta el confín de la tierra, nos dice Jesús momentos antes de volver al
Padre (Hch 1, 8). Testigos o "prolongadores" de su persona, con su
palabra y sus gestos. "Prolongadores" para vivir como él, para amar
como él, para servir como él... Y también para vivir, como él, una relación
íntima e intensa con el Padre, con la fuerza y el empuje del Espíritu. Quien
así vive, quien así ama, quien así sirve, es testigo suyo en el mundo.
Testigo, en cristiano, es quien vive
lo que cree y, además, lo dice. La coherencia entre lo que se dice y se hace es
una actitud personal acorde con el Evangelio de Jesús. Ser testigo de Jesús es
tener, como él, una autoridad moral que muchos admirarán y otros acatarán sin
reservas ni condiciones. Y nunca faltarán quienes nos rechacen. Si a mí
me han perseguido, también a vosotros os perseguirán (Jn 15, 20). Si nos
rechazan, nos ningunean o se burlan de nosotros por causa del Evangelio...,
¡benditos nosotros! No buscamos el aplauso. Intentamos sólo vivir lo que
creemos. Y, además, decirlo.
El testimonio cristiano es, a mi
parecer, el medio más eficaz en la tarea de la evangelización. No bastan las
palabras, por muy hermosas que sean; si no fueran acompañadas por la vida,
serían un engaño. Peor todavía, serían una traición al Evangelio de Jesús. Si
algo recriminaba él con fuerza y sin paliativos era la hipocresía de los
fariseos, maestros en decir y no hacer, sepulcros blanqueados por fuera y, por
dentro, llenos de podredumbre (Cf. Mt 23, 27). Seréis mis testigos con la
palabra y la vida.
Nuestra "autoridad" será,
como la de Jesús, coherencia o testimonio. Dejémonos poseer por el Espíritu
bueno para proclamar con verdad y fidelidad la Palabra de Jesús liberadora y
salvífica.
San Agustín:
Los hombres de
Dios expulsan las potestades enemigas y contrarias a la piedad conjurándolas
con auténtica piedad, no aplacándolas (Ciudad de Dios
10,22).
El impío soporta
de mala gana al justo, y el justo al impío; rémora son los unos para los otros.
Nadie duda que estos dos son carga para sí mismos, pero por diversa intención.
El justo es peso para el injusto, porque no quiere que sea injusto, sino que
desea hacerlo justo, y lo anhela con súplicas y lo intenta con hechos; el
injusto, por el contrario, de tal manera odia al justo, que no quisiera que
existiese, para que no exista el bueno (Comentario al
salmo 36,s.2,1).
Cuando
expongo o proclamo la palabra de Dios, ¿intento y procuro vivir lo que digo? ¿Es
Jesús el referente de mi vida o hablo sólo desde mí mismo? ¿Suelo
decir la verdad contenida en el evangelio, aunque sea dura y exigente, pero
siempre con el debido respeto, o me la callo por cobardía o por el qué dirán? ¿Qué
rasgos de la vida de Jesús admiro más e intento imitar? Quien
me ve u oye, ¿percibe de alguna manera la presencia de Cristo en mí? ¿Cómo
interpreto y hago mías las palabras de San Agustín? |
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