Hoy ha llegado la salvación a esta casa
Jesús siempre en camino. Es otra de las características del evangelio de Lucas. Comienza
su ministerio en Galilea y camina, subiendo a Jerusalén, dando rodeos, sí, pero
siempre hacia arriba, haciendo el bien por donde pasa, haciéndose el
encontradizo con todos, diciendo siempre una palabra de vida, aclamado por el
pueblo e incomprendido por los que se consideran buenos y observantes, a
rajatabla, de la ley.
Y en este caminar se encuentra con otro “caminante”.
Caminante de corto recorrido, pero caminante también. Porque Zaqueo ha salido
de su casa y se ha ido acercando hasta el lugar por donde iba a pasar Jesús. Y
se encuentran los dos.
Pero, antes, Zaqueo ha tenido que superar algunas
dificultades. Entre otras, la muchedumbre que se interponía ante él por su
pequeña estatura. La muchedumbre, reunida a ambos lados de la calle por donde
venía Jesús, le impedía verlo, dado lo poco que alzaba del suelo. Pero si corta
era su estatura, larga era su curiosidad. Si alta era la barrera de gente que
tenía delante de sí, mayor era, aunque en ese momento no la sentía, la
necesidad de un encuentro con quien venía a ofrecerle la salvación y una vida
nueva. Por eso no se anda en “chiquitas”, y nunca mejor dicho, y trepa a lo
alto de un árbol.
También nosotros somos pequeños, como Zaqueo, si
caminamos muy a ras del suelo; es decir, conformes con lo que somos, y
mediocres en lo que a la vida en el Espíritu se refiere. Lo somos también si la
soberbia nos achica, si el orgullo y el amor propio nos empequeñecen; si
miramos más la tierra que pisamos que “un poco más allá y más arriba”. Somos
pequeños si nuestra fe no ha seguido creciendo, si nuestra vida de piedad se ha
quedado estancada, si hemos puesto un límite al amor a Dios y a los hermanos,
cuando sabemos que la medida del amor es el amor sin medida (S. Agustín Ep 109,
2).
Somos pequeños si nos despreocupamos de los demás y no
pensamos en sus problemas y necesidades más apremiantes. Somos pequeños si el
amor al otro, al hermano, a quien sea, se mueve sólo en el ámbito del respeto,
la cortesía y las buenas maneras, y no en el de la donación gratuita,
sacrificada y generosa. Somos pequeños si nuestra vida de cristianos se ha ido
convirtiendo en costumbre, en un “ir tirando”… Nos hemos vuelto, quizás,
“paticortos” en el espíritu,
A pesar de todo, queremos caminar; y caminamos. Con
paso torpe o decidido, pero caminamos. No ha muerto, ni mucho menos, nuestro
deseo de “ver” a Jesús. Quizás se encuentre un poco apagado este deseo, o no
despierto del todo. Nuestra fe se mantiene viva, aunque frágil en ocasiones. Y
sentimos también, a veces, que nuestra voluntad nos empuja a acercarnos al
Señor. Y nos empuja, no tanto por curiosidad, cuanto por necesidad sentida. Y
nos ponemos en camino.
Porque eso es -lo debe ser- nuestra vida cristiana: un
caminar hacia Cristo, un ir siempre a su encuentro, un querer verlo aunque sólo
sea, como dice san Pablo, a través de un espejo, opacamente (Cf. 1 Co 13,
12). Al discernir y aceptar la llamada del Señor a seguirle en cuanto
cristianos -que en eso consiste la vocación por nuestro bautismo-, le dijimos,
como san Pedro: “Te seguiré, Señor, a
dondequiera que vayas”. Y nos pusimos en camino.
Pero nos ocurre, o nos puede ocurrir, como
a Zaqueo: en este caminar para ver al Señor podrían interponerse una muchedumbre de fenómenos o situaciones
que pudieran dificultar o entorpecer nuestro encuentro con Él. Situaciones o
fenómenos que debemos superar o elevarnos sobre ellas para poder ver y dejarnos
ver. Entre otras:
El medio
ambiente en el que vivimos. En el mundo de nuestro entorno domina el
hedonismo. El dios-placer está suplantando al Dios vivo. Y en la medida en que
haya entrado en nosotros este fenómeno, viene a ser un muro que dificultará
nuestro encuentro con el Señor a quien queremos ver.
El cansancio y
la rutina. Cuando el cansancio, la rutina o la costumbre se incrustan en
nuestro interior, el camino al encuentro con el Señor se hace muy cuesta
arriba, la cruz más pesada, el gozo inicial va dejando paso a un cierto
desencanto, y la vida, nuestra vida, viene a ser, entonces, un “muro de
lamentaciones”, difícil de derribar o sobrepasar. Y muchas otros fenómenos o
situaciones que se nos puedan presentar.
Zaqueo se creció subiendo a un árbol. Inició un camino
de crecimiento hacia arriba y hacia adelante, pero, sobre todo, hacia su
interior. Mejor dicho, ese crecimiento interior lo recibiría del mismo Cristo.
Tenemos a nuestro alcance medios muy eficaces para
crecer en la fe. Y en el camino de tu vida encontrarás más de un “árbol” para
subirte a él para poder ver a Cristo. Sugiero, entre otros: La Palabra de Dios, la
fe, la Iglesia, los hermanos, María...
Baja aprisa, pues
hoy tengo que hospedarme en tu casa.
¿Quién
encontró primero a quién? O ¿quién fue el primero en ver al otro? Yo pienso
que, como la iniciativa parte siempre de la gracia, tuvo que ser Jesús quien
viera primero a Zaqueo y no al revés. Los ojos del corazón son más rápidos, más
penetrantes y más capaces que los de la cara. Zaqueo quiso ver a Jesús, pero el
Señor buscaba ya a Zaqueo más allá o más arriba de la muchedumbre. Y desde
mucho antes de entrar en Jericó.
Viene y entra en nuestra casa. En nosotros. El encuentro con Jesús se hace
comunión. Comunión de amor. Se aloja en nuestra casa, es decir, entra dentro de
nosotros, y nuestro interior, o todo nuestro ser, se hace morada suya para
habitar en ella. Y nos dirá también, como a Zaqueo, hoy ha entrado la salvación a esta casa.
La casa era Zaqueo. Era él mismo. La
salvación que ofrece y trae Jesús lo renueva todo. Todo lo hace nuevo. De ahí
que Zaqueo, impulsado por un espíritu nuevo, dijera: Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y a quien
haya defraudado le restituyo cuatro veces más. Se cumplía en este caso lo
que dice el Apocalipsis en el cap. 3, 20: Eh
aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta,
entraré y comeremos juntos. Aceptó Zaqueo a Cristo, y con Cristo le llegó
la salvación.
Si le has alojado en tu casa y has entrado
en comunión con él, sabrás qué decirle y cómo amarle. No te quedarás mudo por
la emoción, sino que sentirás el impulso incontenible de decirle que quieres
vivir una vida totalmente nueva. Como Zaqueo.
San
Agustín:
Dios,
que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti. ( S 169, 11, 13).
P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.
0 Reactions to this post
Add CommentPublicar un comentario