Dudo
de que sean muchos los que se pregunten qué es lo que hay que hacer para
heredar la vida eterna. Y entre los que creen saberlo, abundan quienes no se lo
plantean en serio, o no se lo cuestionan, o se creen muy seguros y cómodos
porque cumplen unas normas o ciertas leyes que a nada o a muy poco comprometen.
Éstos han adoptado un modo de vivir cristiano, que no lo es, porque no se
comprometen a vivir en proceso permanente de conversión para seguir a Jesús. La
fe, para ellos, es un comodín. Se llaman practicantes porque cumplen con el
precepto dominical y poco más. Se olvidan de que el verdadero practicante es
aquél que vive lo que cree y ama como Jesús. Sé que generalizo. Lo siento. Porque,
por otra parte, sé que hay muchos que sí se lo cuestionan porque conocen y se
aplican la parábola del buen samaritano.
Cumplir
los mandamientos de Dios es el camino y un medio muy adecuado para alcanzar una
vida eterna después de la muerte. Uno de ellos, es más excelente, es el amor a
Dios por encima de todo. Más todavía, este mandamiento se hace un solo cuando,
unido a él, se ama al prójimo como a uno mismo. Y aquí surge el problema. Es
muy fácil decir que se ama a Dios, porque no se le ve. Es difícil, en cambio,
incluir en ese mismo mandamiento el amor al prójimo a quien se ve, a quien se
conoce y se trata, mucho menos a quien vive al margen de todo, a los más
sufridos, a “los de fuera”, a quienes nos pueden causar problemas, a los “apaleados”…,
a los que carecen de todo.
¿Y quién es mi
prójimo? Como
respuesta, oímos de Jesús una parábola de las más hermosas. El camino de
Jerusalén a Jericó atravesaba el desierto de Judá. Era una ruta muy peligrosa,
porque abundaban los salteadores, los bandidos y ladrones. Jesús conocía esta
realidad y en este contexto sitúa la parábola. Nada más se nos dice acerca de la persona del “apaleado”. No conocemos
ni su procedencia, ni su posición, ni sus creencias. Para Jesús no importa
quién fuera. Únicamente se indica que estaba en una situación de extrema
necesidad. Es tan clara y tan explícita la parábola, que le obliga
al maestro de la ley a confesar que el prójimo es el que tuvo compasión de él.
Mi prójimo es
todo aquel que me encuentro en el camino de la vida. Todos. No sólo los
conocidos. No sólo la familia. No sólo los vecinos. No sólo el pobre de la
puerta de la iglesia. No sólo los amigos. No sólo los hermanos de comunidad.
Todos ellos. Sin exclusión. Pero el prójimo es
cualquiera que no sea yo. Cualquier hombre y mujer que, en mi camino, me
encuentre sufriente, herido, alejado, perdido…, es mi prójimo necesitado de
ayuda; es mi prójimo. Personas indefensas,
que nos interpelan en nuestra capacidad de sentir compasión y actuar, en
nuestra capacidad de acercarnos y acompañar.
Pero Jesús “va más allá”. Al final de la parábola pregunta Jesús al
maestro de la ley: ¿Cuál de aquellos tres
te parece que fue el prójimo del hombre asaltado por los bandidos? Y
respondió el “maestro de la ley”: El que
tuvo compasión de él. Prójimo es, por tanto, el que se acerca al herido, el
que atiende al necesitado, el que cuida del enfermo, el que ayuda al pobre en
su necesidad. Prójimo es el que se aproxima
al otro. Lo fue el buen samaritano. Lo han sido todos los que, a través de los tiempos, se han acercado a los más
débiles y vulnerables, a los marginados y lo pobres, a los enfermos abandonados
por todos… Han sido miles y miles a lo largo de la historia.
Todos ellos acogieron las últimas palabras de Jesús al final de este
pasaje del Evangelio: Anda y haz tú lo
mismo. Se lo dice al “maestro” y a nosotros. A todos. Nadie queda excluido
de esta ley del amor. El “maestro” era un experto las leyes del Antiguo
Testamento, y acababa de descubrir una nueva: la ley del amor total, que se
hace un al integrar, en uno, el amor a Dios y al prójimo. Al reconocer esta
verdad, ha ingresado al Nuevo Testamento. Y lo será en verdad si, además, hace lo mismo.
Seremos cristianos “practicantes” si tenemos entrañas de misericordia
como Jesús, si nos hacemos prójimos del hermano, quienquiera que él sea, si no
pasamos de largo del “caído” porque nos urgen ciertas obligaciones legales, si
no marginamos a nadie por su procedencia, por ser indigente, por su ideología
contraria a la nuestra, porque “no es de los nuestros”. Jesús se acercaba con
solicitud exquisita a quien sufría, tocaba -a pesar de estar prohibido- a los
leprosos y los curaba, comía con los pecadores, fue, sin ser invitado, a casa
de Zaqueo, y con él entró la salvación.
Esta parábola cambia por completo el
sentido de la pregunta inicial realizada por el maestro de la ley. En su
respuesta, Jesús pone en el foco de atención no en el herido, como prójimo, sino
en el samaritano, que, como reconocerá el maestro de la ley, se comportó como
el verdadero prójimo.
El verdadero prójimo
para nosotros es Jesús. Él, siendo de
condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se
despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los
hombres… (Fil 26-7). Por eso podemos
afirmar con verdad que si alguien se ha comportado como verdadero prójimo con
nosotros es Jesús, porque nos ha mostrado la misericordia que Dios ha tenido
con nosotros, y quien, asumiendo en todo la condición humana, salvo en el
pecado, se ha acercado a nosotros, nos invita a seguirle teniendo sus mismos
sentimientos y nos cuida constantemente.
El reconocimiento de
Jesucristo como modelo de vida nos ayuda a practicar la misericordia con quien
está necesitado de nuestro auxilio. Anda
y haz tu lo mismo. Debemos hacer,
no sólo lo que hizo el samaritano, sino lo que Jesús hace con nosotros.
A la pregunta del
maestro de la ley acerca de qué hay que hacer para heredar la vida eterna, la
respuesta de Jesús viene a ser ésta: “Hereda la vida eterna todo el que se
acerca con amor a cualquier necesitado, lo atiende, lo acompaña y lo cuida”.
Para heredar la vida es preciso darla. Es una de las “paradojas” más hermosas del
Evangelio. Para saber si se está en el buen camino que lleva a la vida basta
con preguntarnos si hemos seguido el modelo del samaritano o el del sacerdote y
levita.
En esta parábola Jesús
nos habla de sí mismo ya que Él vino a
evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los
ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos… (L4, 18). Él es
nuestro prójimo. Vino para que nosotros seamos prójimos de los demás
San Agustín
El mismo Señor quiso llamarse nuestro prójimo, dando a
entender que fue él quien ayudó al que estaba medio muerto tendido en el camino (De octor.christ. 1, 30).
P. Teodoro Baztán
Basterra, OAR.
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