domingo, 24 de julio de 2022

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DOMINGO XVII DEL TIEMPO ORDINARIO (C) Lc 11, 1-13

Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá

Dios nos hizo a su imagen y semejanza, pero nunca iguales a él. Ésta fue la pretensión de Adán y Eva instigados por el maligno, el mentiroso y padre de la mentira (Jn 8, 44), que les dijo seréis como dioses. Se lo creyeron, perdieron la amistad con el creador, y la armonía consigo mismos y con la creación, y fueron expulsados del paraíso.

No somos dioses, sino seres humanos frágiles y limitados en todo. Por lo tanto, necesitados de muchas cosas: alimento, salud, vivienda, trabajo, bienestar, seguridad, educación, amor del bueno, libertad... Y no está a nuestro alcance poder satisfacer muchas de ellas. Los seres humanos somos interdependientes unos de otros, y nos ayudamos mutuamente. Pero hay situaciones o circunstancias en las que la necesidad de conseguir lo que nos falta es muy acuciante.

Pedid y se os dará. En las necesidades más graves y urgentes, cuando nadie en la tierra nos puede ayudar, los creyentes acudimos a Dios. A ello nos invita reiteradamente el mismo Jesús. Él sabe que somos barro, y que, sin él, nada podemos hacer o conseguir. Sabe también que su Padre es amor, que conoce  cuáles son nuestras necesidades antes de presentárselas nosotros. De ahí que diga san Agustín en una carta muy hermosa a una señora de nombre Proba:  “Lejos de nosotros el pensar que las palabras de nuestra oración sirvan para mostrar a Dios lo que necesitamos o para forzarlo a concedérnoslo” (Carta 130).

No oramos para que Dios conozca nuestras necesidades. No oramos para "forzar" a  Dios a que cambie y haga nuestra voluntad y no la suya. Oramos y pedimos para experimentar nuestra fragilidad y expresar nuestra confianza en un Dios que es Padre. Jesús nos invita a pedir. Nos enseñó a orar con el Padrenuestro; en esta oración pedimos varias cosas al Padre, pero hay una petición básica. Le pedimos, sobre todo, que se haga su voluntad, y no la nuestra.

Pedid y recibiréis. ¿Qué recibiremos?: Lo que Dios quiera darnos. No siempre coincidirá lo que nos dé con lo que le pedimos, pero lo que nos dé será siempre para nuestro bien. Nadie sale con las manos vacías después de un encuentro con Dios en la oración. Nadie. Será su voluntad, siempre salvífica, y no la nuestra. Oramos con la mejor voluntad, pero, en ocasiones, pudiera ser egoísta. Si un mendigo de la calle nos pidiera una moneda para poder comer algo, y nosotros le invitáramos a un restaurante próximo para que pudiera satisfacer su hambre, no podrá quejarse porque no le hemos dado la moneda que nos pedía. Algo nos dice este ejemplo. Y la "comida" espléndida que nos da es el Espíritu Santo.

¿Cuál es, entonces, el sentido de la oración de petición? ¿Qué expresamos cuando pedimos algo a Dios? Presentamos a Dios con sencillez y confianza todas nuestras necesidades, nuestro ser radicalmente necesitado, como Jesús nos enseñó a hacer en el Padrenuestro, y como él mismo lo hizo tantas veces. Pedimos lo que el Señor ya nos da. Pedimos porque confiamos en él, sabiendo que él nos escucha siempre y que nos dará lo que a él le parezca mejor. Recibiremos siempre.

La oración de petición, puede ser, en ocasiones, oración de presentación sencilla y confiada. En las Bodas de Caná María no le pide a su Hijo que haga algo para que no falte el vino en el banquete. Sólo le dice No tienen vino. Presenta una necesidad con toda sencillez y confianza. Y el vino no faltó. Antes de la multiplicación de los panes y los peces, los discípulos presentan a Jesús el hambre de mucha gente. Y todos fueron saciados. En el salmo 5 el salmista reza así: Por la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando. Las hermanas de Lázaro enviaron a alguien a que dijera a Jesús: Señor, aquél a quien tú amas, está enfermo. No le piden nada. Se limitan a exponer el caso. Murió Lázaro y Jesús lo volvió a la vida.

No se trata de callar nuestras necesidades, sino de presentar a Dios con plena confianza y sencillez un problema grave, una necesidad concreta, una situación humanamente inaguantable, una enfermedad muy dolorosa. Y Dios, a quien nadie gana en generosidad y amor, acogerá la oración y atenderá con amor a quien así ora.

Buscad y hallaréis. El cristiano es un creyente siempre en búsqueda. Jesús es la Verdad, pero nunca la hallamos del todo. Dios es inabarcable e inaccesible. Si buscamos con empeño y sin desanimarnos, encontraremos destellos de la Verdad por todas partes. Quien busca oro en el monte no se contenta con una sola pepita. Busca más y encuentra. Y sigue buscando, y encuentra siempre más y más. Sirva esta comparación "materialista" para entender mejor que Dios, que es la mina siempre inagotable, debe ser objeto de nuestra búsqueda permanente.

Rezamos con el salmo 68, 33, Miradlo los humildes, y alegraos; buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón, porque el Señor escucha a sus pobres. Humildad, alegría, corazón nuevo, escucha a los pobres... Todo esto experimenta quien busca sinceramente a Dios. Y nos dice también por boca del profeta Jeremías: Me buscaréis y me encontraréis, si me buscáis de todo corazón (Jer 29, 13). El encuentro con Dios, mientras vivimos en este mundo, nos proporcionará una visión de él opaca y confusa, como a través de un espejo; pero, entonces, en el cielo, lo veremos cara a cara, nos dice San Pablo (Cf. 1 Co 13, 12).

Nuestro Dios es un Dios cercano, viene  siempre a nuestro encuentro y se hace el encontradizo. Se deja buscar. La búsqueda es un camino de encuentro, para seguir buscándolo siempre con más ahínco e interés.

San Agustín fue un buscador incansable de Dios toda su vida. Lo encontró, se llenó de gozo, y seguía buscándole siempre con más ardor. Nos habla desde su propia experiencia personal y nos dice: "La búsqueda de Dios es la búsqueda de la felicidad; y el encuentro con Dios es la felicidad misma" (De mor. Eccl. Cath I, 11, 18). Y nos invita buscarlo siempre: "Se  busca a Dios para que sea más dulce el hallazgo, se le encuentra para buscarle con más avidez" (De Trin. XV, 2).

Llamad y se os abrirá. Dios no vive encerrado en una casa a cuya puerta hay que llamar con la aldaba que hay en ella para que nos abra. Se le llama en momentos de oración, con palabras o en silencio. Se le llama desde el corazón, donde él ya está. Se le llama en circunstancias adversas o favorables, en todo momento y lugar. Y nos abre su corazón. Y ahí nos encontramos con él. Es un encuentro de amor, paz, gozo y plenitud. En este encuentro nada más se puede desear.  

San Agustín:

Señor: Todo el mundo te consulta sobre lo que quiere, pero no todos oyen siempre lo que quieren. Tu mejor servidor es aquel que no tiene sus miras puestas en oír de tus labios lo que él quiere, sino en querer, sobre todo, aquello que ha oído de tu boca (Conf. X, 26, 37).

P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

 

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