viernes, 6 de abril de 2012

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TERCERA PALABRA

“Stabat autem juxta crucen Jesu mater ejus: Estaba de pie, junto a la cruz de Jesús, su madre”.

Así, sencillamente nos describe la escena san Juan. Así, con esa objetividad, con esa frialdad, sin un comentario. Así, desnudamente, sin detalles. Pero ¿qué falta hacían los comentarios si las palabras escuetas y concisas lo dicen todo? Stabat: estaba de pie, firme como el peñascal en medio del mar alborotado, erguida como el ciprés junto a la tumba, como la palmera de Sión, como el cedro del Líbano; de pie, pobre barquilla desarbolada y rota, encallada en los peñascos del Calvario, pero sin que la tempestad la sumerja. Estaba de pie, vertical como la cruz, como su Hijo. Estaba de pie como las orantes y las oferentes de las catacumbas, como el sacerdote junto al altar. Estaba de pie, sin gestos excesivos, sin contorsiones, sin convulsiones, sin desmayos, sin poses teatrales, con la suprema elegancia. De pie: el amor la sostenía en su dolor.

Stabat juxta crucem: estaba junto a la cruz. No estaba pegada a la cruz, no estaba abrazada a la cruz; la ley prohibía terminantemente acercarse a la cruz de los ajusticiados. Pero estaba cerca, muy cerca. De las otras mujeres hace notar el evangelista que miraban desde lejos. Ella estaba de pie cerca de la cruz. Tan cerca que lo veía todo, lo oía todo. No se mata al cordero delante de la oveja; pero a esta oveja le han matado el suyo delante de sus propios ojos. No se le dijo a Sara que iban a matar a Isaac. Abraham salió de noche y a escondidas, para que la madre no se enterara o no sospechara. Agar dejó a su hijo moribundo de sed a la sombra de un árbol del desierto y se alejó a la distancia de un tiro de flecha diciendo: "No quiero ver morir a mi hijo; nolo videre filium morientem"; y se sentó de espaldas y comenzó a llorar a gritos. A las madres de los otros ajusticiados se les oculta la tragedia, la hora o el lugar de suplicio. A la madre de este ajusticiado, no. Ningún dolor le fue ahorrado: ni una mueca de dolor de aquel rostro, ni una mirada triste de aquellos ojos, ni un suspiro de aquellos labios, ni un jadeo ahogado de aquel pecho, ni una gota de sangre de aquellas manos, ni una contorsión dolorosa de aquel cuerpo. Estaba junto al agonizante bebiendo con sus ojos aquella agonía.

Estaba de pie junto a la cruz la madre. Y estaba tan unido a Él: el hijo viene a la tierra atado físicamente a la madre. El nacimiento es un desgarrón. Pero aunque se separen los cuerpos, nunca se separan las almas del hijo y de la madre. Nunca se rompe el cordón umbilical que les une las almas para siempre. Todo el dolor del hijo repercute sensitivamente en el alma de la madre -la que estaba junto a la cruz era la madre del Crucificado-. Y porque era la madre, no sólo estaba junto a la cruz, estaba en la cruz con Él. Dos amores y un solo amor; dos dolores y un solo dolor, dos agonías y una sola agonía, dos cruces y una sola cruz, dos muertes y una sola muerte, dos corazones acuchillados y un solo cuchillo; dos raíces tan trabadas, tan entrelazadas, que un mismo vendaval las sacudía; dos almas desgarradas y una sola garra.

¿Por qué esta asociación misteriosa de dolores? ¿Por qué estas circunstancias crueles? ¿Por qué ha permitido Dios este dolor al parecer inútil? El Crucificado va a hablar, va a decir su tercera palabra y nos va a dar la clave del misterio: "Mulier, ecce filius tuus". A los oídos de los circunstantes las palabras de Jesús a María y a Juan debieron sonar simplemente como la expresión de la última voluntad del moribundo. La madre, su pobre madre, quedaba, al morir Él, sin protección en la tierra. José, el jefe natural, el sostén de aquella familia, se había ido ya a la eternidad. María había vivido durante treinta años del trabajo, del sudor del carpintero. Después, del sudor y del trabajo del hijo del carpintero. Pero un día aquel hijo había cerrado el taller y se había ido por esas ciudades y aldeas, por esos campos y esos desiertos, a predicar el Reino de Dios. María había vivido de limosnas de los discípulos del Maestro, de aquella pobre bolsa que administraba Judas. Ahora todo iba a faltarle. Había vivido del amor de su familia, de su esposo y de su Hijo. Ahora se quedaba sin familia y sin amor. Pero Jesús sabía que con Juan, el discípulo amado y amoroso, a su madre no le faltaría pan, no le faltaría amor. (Claro que el cambio era doloroso, comenta San Bernardo: “A María se la daba Juan por Jesús; el siervo por el Señor, el discípulo por el maestro, el hijo del Zebedeo por el Hijo de Dios. Claro que no había comparación ni compensación.” Pero esta es la hora de sus renuncias y de sus dolores).

Sí, este es el significado literal y directo de la tercera palabra. Pero en esa palabra hay más, mucho más.Y ha sido el Espíritu Santo el que ha revelado a su Iglesia todo el significado hondo de esa palaba. Mulier. ¿Por qué dice mujer y no madre? Muchos comentaristas ven ahí un rasgo más de la delicadeza de Jesús. Le dice mujer, no madre, pasa no aumentar su desolación y su amargura. Madres, pobres madres que habéis perdido un hijo en la infancia o en la flor de la juventud, ¿recordáis? Cuando se os moría por momentos, cuando la última lágrima, grande y redonda de la agonía, se cuajaba ya en quellas pupilas dilatadas y os dijo por última vez madre, aquella palabra se os metió por los oídos y se fue derecha a clavarse como una flecha en el cogollo mismo del corazón y ahí se ha quedado para siempre en esa herida siempre abierta, siempre fresca y siempre nueva. Aquella palabra sigue matando. Jesús no la quiso decir. No quiso para su madre, entre tantas puñaladas, una puñalada más. Ya tenía bastantes.

Pero también en esa palabra -mujer- hay un sentido mucho más profundo. Mirad: esta mañana del viernes santo salió Pilatos al balcón del pretorio y señalando a Cristo ensangrentado y coronado de espinas dijo una palabra que Dios puso en sus labios -sin saber todo lo que se decía-: "Ecce homo". Aquí teneis al hombre. Esta tarde el moribundo divino, desde este monte, dice a todos los hombres: Mulier, ecce mulier: aquí teneis a la mujer. Yo, el nuevo Adán, y ella la nueva Eva. El paraíso y el calvario: allí un jardín de delicias y aquí el monte de la mirra amarga, el monte de los dolores y la soledad; allí un árbol que dio muerte y aquí un árbol que da vida; allí un hombre y una mujer causas del pecado, y aquí un hombre que es la gracia y una mujer que es la madre de la gracia; aquí el redentor y aquí la corredentora. Por eso llora y por eso sufre. Que no os extrañe ahora su dolor. Oídla ahora decir con la esposa de los Cantares: "No os pasméis de verme morena, pálida y morena, quia decoloravit me sole -es que me ha dado el sol en la cara-, me ha dado el sol de la justicia divina y me ha robado el color. No os pasméis de ver sufrir y llorar por todos los pecados del mundo, sufrir y llorar tanto. No os pasméis si me veis vestida de luto, como una viuda. Es que estoy pisando el lagar de las uvas negras, el lagar de la ira de Dios.

"Mulier: ecce filius tuus": mujer he ahí a tu hijo. Ahora sí que tocamos el fondo de la explicación: la maternidad de María. La muerte de Jesús es el principio de la vida. El dolor de María es también un dolor de parto, el dolor para dar esa vida nueva. Esta tarde, en aquella colina triste y ensangrentada, nacimos todos. Ahora sí que puede ser proclamada madre nuestra.

Oíd el mensaje de alegría y de la esperanza: He ahí a tu hijo. Y esas palabras son eficaces, porque son palabras de Dios y las palabras de Dios hacen lo que significan. Y esas palabras ensancharon el alma de María, le dieron tal capacidad de amor y de sacrificio maternos, que en ella caben todos, cabemos todos los hombres de todas las generaciones.

"He ahí a tu hijo". Y ese hijo somos nosotros, los desterrados en este valle de lágrimas. Y María es el camino de Dios, dulcísima vereda florecida por donde Dios vino a nosotros, y nosotros podemos ir a Dios. Puente de Dios tendido sobre el abismo para unir las dos riberas, arco de luz que une el cielo con la tierra, el destierro con la patria, el valle de lágrimas con la tierra de la alegría. "He ahí a tu hijo". No os pasme de verla tan llorosa. Ese hijo somos nosotros, los pobres hijos desterrados y sucios y rotos, y ella es la madre hacendosa de la casa que tiene agua para lavarnos, y aguja e hilo y manos finas para llevarnos presentables a la presencia del Padre.

"He ahí a tu hijo". No os pasméis de verla llorosa. Ese hijo somos nosotros, los pobres enfermos. Y ella anda siempre, por este hospital, con tocas blancas de hermana de la Caridad, con paso silente, mirada de luz, sonrisa florida, manos de seda, suave caricia de enfermera, frescura en la fiebre, dulcísima visión en el delirio, regazo blando para inclinar la cabeza en la hora agonizante de la muerte. No os pasméis de verla agonizante.

"He ahí a tu hijo". Y ese hijo somos nosotros los pródigos fugados de nuestra casa paterna. Ella se va por todos los caminos para traernos dándonos la mano y la seguridad del perdón. No os pasméis de verla agotada y fatigada.

"He ahí a tu hijo". Y ese hijo somos nosotros, las ovejas perdidas. Y ella es la divina pastora, la zagala graciosa que sube a las majadas y a los oteros y baja a los barrancos y a los breñales para llevarnos en sus brazos dulces y ponernos sobre los hombros del Buen Pastor. No os pasméis de verla tan maltratada, con los pies llagados. "He ahí a tu hijo". Y ese hijo somos nosotros perdidos en la noche del pecado, y ella es la luna de Dios, que nieva de luz el camino del regreso, que viene a nosotros como el cielo de una noche clara, trayéndonos en el halda estrellas de todos los tamaños. Ella es el lucero de la mañana, posada exactamente sobre la colina, en la línea divisoria entre el cielo y la tierra, entre la vida y la muerte, entre la noche y el día, entre el tiempo y la eternidad. No os pasméis de verla pálida. “He ahí a tu hijo”.Y esos hijos somos nosotros, que, aunque muchas veces hagamos alardes, no somos sino unas pobres criaturas desvalidas, unos pobres huérfanos que necesitamos de madre.

"He ahí a tu madre". Santo Cristo de la tercera palabra, gracias por habérnosla dado. Y a ti, Señora, gracias por tu dolor y por tu amor. Ruega por nosotros tus hijos pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

 SERAFÍN PRADO SÁENZ - Sermón de las siete palabras - 1960



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