sábado, 25 de agosto de 2012

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ÉXTASIS DE OSTIA

Confesiones
Libro IX, 10, 23-25

En este capítulo narra Agustín lo que se conoce como el éxtasis de Ostia. Es una de las escenas más conocidas de las Confesiones y aun de toda la vida de Agustín. La estancia en Ostia se prolonga porque no se dan las condiciones propicias para poder embarcar a África. Además -y ellos no lo saben- Mónica morirá pronto. Ambos se han encontrado en el camino del Señor, en su vida de fe y piedad, sus corazones palpitan al unísono y se elevan hasta “la región de la abundancia inagotable…, hasta casi tocarla” .

Mónica y Agustín se encuentran en la casa asomados a la ventana que daba al jardín. Se establece entre los dos un diálogo dulcísimo y lleno de ternura. Se olvidan del pasado y se preguntan cómo sería la vida eterna.
Su corazón se abre del todo a Dios para beber a raudales del agua de la fuente de la vida, que es Cristo.

Por muy grande que sea el placer de los sentidos por las cosas terrenales, nada se puede comparar con el gozo de aquella vida. Ni valdría la pena mencionar la comparación.
Y ambos inician el camino de la “ascensión” hacia el que es siempre el mismo, Dios, subiendo, desde las realidades corporales, hasta más allá de los astros.
Pero recorren este camino desde el interior de ellos mismos, hablando y admirando las obras de Dios. Adentrándose, llegaron hasta sus almas y las sobrepasaron “hasta llegar a la región de la abundancia inagotable”, la vida eterna.
 En esta vida todo es presente y fuente de todo lo creado.
En este camino de ascensión interior, hablando y suspirando por esta vida, llegaron hasta casi tocarla con todo el ímpetu de su corazón. Allí dejaron “algo de su espíritu”, como anticipo de una vida plena y feliz después de la resurrección final.
Y volvieron a bajar adonde se oyen los sonidos de la boca, cuya palabra, al contrario de la Palabra que es Cristo, no es eterna sino que tiene un antes y un después.

Hasta este momento ha hablado el corazón de los dos. Ahora lo harán los la lengua y los labios.
Y se decían: Si hubiera alguien en que callara todo…, y si escuchara sólo a la verdad, todas las realidades de este mundo le dirían: No nos hemos hecho a nosotras mismas, sino que nos ha hecho el que permanece eternamente.
Y seguían diciendo: si alguien aplicara el oído sólo a quien creó todas las cosas para escuchar su palabra inarticulada pero muy clara… Si, además, se prolongara esta situación y se eliminaran todas las demás visiones de menor importancia…
Y si ese alguien fuera arrebatado y absorbido en los gozos más íntimos…, esto sería entrar en el gozo del Señor y de la vida eterna. Todo esto se realizará después de nuestra resurrección.

Este era su razonamiento, expresado quizás con otras palabras. Ambos experimentaban en esos momentos la ruindad y pobreza de este mundo, a pesar de todos sus atractivos.
Después de una experiencia tan intensamente vivida y gozada, Mónica dijo que ya nada le podía retener en este mundo. Había conseguido de Dios mucho más de lo que tanto deseo y suspiró. Ya había cumplido con su misión en este mundo.

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“¿QUÉ HAY SEMEJANTE A TU PALABRA, NUESTRO SEÑOR, QUE ES ESTABLE EN SÍ MISMA SIN ENVEJECER Y QUE ES RENOVADORA DE TODAS LAS COSAS?”. Acaban de vivir Mónica y Agustín una experiencia inolvidable, que se conoce como el Éxtasis de Ostia. Se han elevado, interiormente, hasta “tocar la gloria”.
No encuentra palabras para expresar adecuadamente el hecho. Sus palabras son limitadas y al tiempo desaparecer, no así la Palabra de Dios que permanece en sí misma.  Lo afirma el mismo Jesús: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24, 35).
Y la Palabra no puede desaparecer porque, entre otras razones, es el Verbo de Dios, su Hijo Jesucristo. Esta Palabra, también la pronunciada por él, es siempre viva, actual, verdadera, creadora y salvífica. Comunica vida, alimenta el espíritu, reafirma la fe, fortalece el amor y mantiene viva la esperanza.
Es actual y no envejece. Es siempre la misma y renueva todo lo que “toca”. Santifica a quien la acoge con fe y la vive con amor. Penetra como espada de doble filo en el interior del hombre (Heb 4, 12,), sale de la boca de Dios y no vuelve a Él vacía (Is 55, 11).
Se lee en la Biblia, se proclama en la celebración litúrgica, se difunde con nuestras palabras y con nuestro testimonio de vida, la guarda y la interpreta la Iglesia, hace felices a quienes la escuchan y la ponen en práctica (Lc 11, 28).
Es el libro de los libros. De ahí la palabra “biblia”, que en griego es plural. Es el más publicado en toda la historia de la humanidad. El libro de cabecera de todos los creyentes; si no lo es, debería serlo. Es el libro que contiene la historia de la salvación. Y esta historia sigue, porque la Palabra sigue salvando.

Nacido para Amarte
P. Teodoro Baztán

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