domingo, 24 de agosto de 2014

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XXI Domingo del Tiempo Ordinario - A


 Is 22,19-23; Rm 11,33-36; Mt 16, 13-20

Antiguamente, las ciudades estaban rodeadas de murallas con varias puertas que solían estar cerradas, especialmente por la noche. La llave de las puertas se entregaba a quien gobernaba en la ciudad. Entregárselas y tenerlas era signo de poder. Es como en nuestras casas: ¿Quién tiene la llave de la puerta? Los dueños de la casa. 

Jesús iba a fundar una “nueva ciudad”, la Iglesia. Y coloca a Pedro al frente de ella. (San Agustín escribió una obra célebre, titulada “La Ciudad de Dios”).  Y le entrega simbólicamente las llaves, para indicar de esta manera que lo constituía responsable de la Iglesia. 

Pero antes Pedro tuvo que hacer un acto de fe en Cristo como Hijo de Dios. “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Lo negará más tarde, y seguirá frágil y débil, hasta que venga sobre él el Espíritu Santo el día de Pentecostés.

La escena tiene lugar en Cesarea de Filipo, una ciudad fuera de las fronteras de Israel. Era muy conocido Jesús entre el pueblo, por sus milagros, sus mensajes, sus gestos a favor de los enfermos y los pobres. Y al ser tan conocido, la gente hablaba de él.

Y Jesús quiere saber qué decían de él. Y se lo pregunta a los discípulos: ¿Qué dice la gente acerca de mí? Unos dicen que es Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.

Pero a Jesús no le interesaba esta respuesta. Por eso pregunta de nuevo a sus discípulos. “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Y es Pedro, como siempre, quien habla primero, quizás en nombre de todos, y le dice: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. 

Imaginemos que nos formula a nosotros esa misma pregunta. ¿Qué le responderíamos? ¿Quién es Jesucristo? Él no espera una respuesta tomada del catecismo, sino la personal de cada uno, de lo que piensa y siente interiormente acerca de él. 

Nos llamamos cristianos, pero, ¿qué significa eso? Pues que somos de Cristo y para Cristo. Que lo acogemos en nuestra vida y que amamos a los demás como él nos ama, que creemos firmemente en él porque es la salvación para todos. ¿Qué significa Cristo para mí? ¿Es igual que cualquiera de los grandes hombres de todos los tiempo? ¿Sólo un hombre extraordinario por sus obras, su mensaje, su cercanía y amor a los pobres…?

Pero Cristo no es uno de tantos que vivió hace dos mil años, a quien seguía mucha gente, que al final lo mataron y murió en una cruz…, y ahí acabó todo. 

La muerte no podía cavar con él. Resucitó y vive. Cristo vive, y no sólo en el cielo, sino entre nosotros, con nosotros, está presente aquí (“Donde dos o tres haya reunidos en mi nombre ahí estoy yo”, “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos”). 

Cristo está presente hoy entre nosotros como lo estaba cuando recorría los caminos de Palestina predicando y haciendo el bien. Está presente en la eucaristía, con su palabra y dándosenos en alimento en la comunión. 

Cristo es lo más importante para nosotros. Yo diría que es lo único importante. Lo único que merece la pena. Todo lo demás, aun siendo muy bueno y necesario (la vida, la salud, la familia, el trabajo, todo…) es relativo porque es caduco y efímero.

San Pablo, una vez convertido decía: “Todo lo considero basura comparado con la única riqueza que es Cristo, todo lo tengo como pérdida con tal de ganar a Cristo”.
Negar a Cristo es quedarse sin nada aunque se posea todo. Creer en él con fe viva es poseer todo, aunque se carezca de muchas cosas. Lo dice él mismo: “Si alguno quiere venir a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, sus hermanos y hermanas, e incluso a su propia persona, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 26). 

Es una verdadera gozada creer en Cristo. Cree, no solamente con la mente, sino con el corazón y la vida. “No más divorcio entre fe y vida”. Nada de cristianos vergonzantes. Todo lo contrario. Son otros los que deberían avergonzarse por no creer.

P. Julián Montenegro


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