domingo, 14 de septiembre de 2014

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Domingo XXIV del Tiempo Ordinario A - Reflexión

Exaltación de la Santa Cruz

Hay maneras de matar que, además de inhumanas, son degradantes y humillantes. En tiempos recientes, es la horca en público. En tiempo del imperio romano, era la cruz. La cruz era un instrumento de tortura y muerte reservado a los peores malhechores. Se ejecutaba en público para vergüenza e ignominia de quien había cometido un delito grave. Pero desde que Cristo murió en ella, se convirtió en instrumento de vida y salvación.

Su muerte en la cruz fue consecuencia de un amor total hasta el final. No se encontró en él pecado alguno, era el inocente, no culpable de nada. Pasó haciendo el bien, dice el evangelio. Ese fue su “pecado”. La cruz fue el final de una vida entregada a los demás. Los dirigentes político religiosos de entonces no podían soportar ni tolerar que alguien los dejara en evidencia ante el pueblo, por su hipocresía, orgullo y vanidad. No podían tolerar que el pueblo sencillo y pobre le siguiera y aclamara. Se llenaban de rabia e ira viendo su amor en todo lo que decía y hacía. Tenían que acabar con él. Y, si era públicamente, mejor.

Ahora este instrumento de tortura y vergüenza, la cruz, se ha convertido para nosotros en signo de amor y liberación. El mismo Jesús nos habla de su muerte como el momento o la hora de su glorificación. Un ejecutado, sin más, no es glorificado. Cristo, sí. Por eso hoy celebramos su “Exaltación”.

En esta historia de amor, la cruz es a la vez el mayor abajamiento y despojamiento del Hijo (kénosis) y su mayor exaltación, pues es ahí donde nos mostró que su amor no tenía límites y que ni siquiera el miedo a la muerte podía hacerle retroceder en su compromiso por la salvación de todos. Esa humillación de morir en cruz, como un maldito, siendo el Hijo amado del Padre, fue el comienzo de su glorificación, pues el Padre mismo lo "levantó" de entre los muertos y lo resucitó como primicia de nuestra propia resurrección.

Los cristianos no exaltamos el sufrimiento, el dolor, la muerte. Si así fuera, Dios sería un ser inhumano y sádico. Exaltamos la cruz, pero no la cruz de dos palos cruzados, uno vertical, horizontal el otro. Lo que adoramos, celebramos y exaltamos es el amor incondicional de un Dios, el Hijo del Padre, que prefirió morir para que nosotros tuviéramos vida. ¿Acaso una madre, y la madre es amor, no es capaz de morir para que su hijo pueda vivir.

Adoramos y exaltamos a quien murió en ella. La cruz, aunque en ella no esté la imagen del crucificado, en ella estuvo, en ella murió, por ella nos vino la vida. Celebramos en ella el amor incondicional de un Dios hecho hombre y que nos amó hasta el extremo.

Exaltamos y admiramos el dolor, angustia y preocupación de una madre que ha soportado con amor su entrega y dedicación total a su hijo enfermo. Hasta enfermarse ella también. Esa ha sido su cruz. Pero no admiramos no glorificamos su sufrimiento, su angustia y su dolor, sino el amor con que ha amado al hijo.

La cruz nos revela el amor de Dios. Ella nos habla de cómo nos ha amado el Señor. La cruz de Cristo es el camino del amor, dice san Agustín. Podemos decir con san Pablo: Dios me libre de gloriarme si es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.

Cristo se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo... hasta someterse a una muerte de cruz, dice también san Pablo.

La cruz es señal de victoria y de vida, pero el mundo  y muchos cristianos la consideran una señal de muerte. Quizás porque se suele colocar en las tumbas de los muertos y ante el féretro en los tanatorios. Y por eso la eliminan o la quitan, o no la ponen, en el hogar, dentro de sus casas.

Pero la cruz o el crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los griegos, es para los llamados (los creyentes), un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Co 1, 23). En este sentido, muchos cristianos siguen siendo judíos o griegos, la ven como señal de sufrimiento y de muerte.

Dios nos ha enviado también a este mundo a cada uno de nosotros, como a su Hijo, para sembrar el amor, cultivar la paz, construir un mundo mejor, edificar aquí su reino. Pero todo esto exige esfuerzo constante, lucha contra corriente, trabajo y, en ocasiones, dolor. Y ¡quién sabe si también la muerte! Como a tantos cristianos mártires. Pero es una cruz que Dios quiere para la vida del mundo.

En la eucaristía celebramos la muerte y resurrección de Cristo…

P. Teodoro Baztán

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