domingo, 7 de septiembre de 2014

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XXIII Domingo del Tiempo Ordinario (A) Reflexión

Mt 18, 15-20
El evangelio de este domingo nos habla de la corrección fraterna, de la eficacia de la oración en común y de la presencia del Señor en medio de la comunidad. Tres temas muy interesantes para todos nosotros.

La corrección fraterna: No podemos desentendernos del hermano que yerra o que peca. Debemos poner todos los medios a nuestro alcance para que reconozca su error y modifique el rumbo de su vida. Las palabras del profeta Ezequiel de la primera lectura son directas: “Si tú no lo amonestas para que se aparte del mal camino, el malvado morirá por su culpa, pero yo te pediré a ti cuentas de su vida. En cambio, si tú lo amonestas para que deje el mal camino y él no lo deja, morirá por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida”.

Detrás de este fuerte mensaje del profeta Ezequiel, hay un sentido de solidaridad que se funda en el hecho de ser hijos del mismo Padre. El hermano no puede contemplar con indiferencia la suerte de su hermano. Lo de “tienes que hacer esto porque lo digo yo que soy tu padre, o tu maestro, o tu superior”, ya no vale. Hoy, más que nunca, la corrección fraterna sólo será valiosa y eficaz si la persona corregida ve la corrección como expresión del amor de la persona que corrige. No te corrijo porque soy tu padre, o tu maestro, o tu superior, sino porque te amo y vivo preocupado por ti y de ti. 

La corrección fraterna debe estar acompañada y envuelta en un clima de sencillez, de cariño y, sobre todo, de humildad. En cualquier caso, debemos reconocer que muchas veces la corrección fraterna es difícil de realizar y algunas veces hasta imposible. Lo que siempre será posible será mostrar y demostrar nuestro amor a las personas a las que creemos que deberíamos corregir. Y esto ya es mucho.

La puesta en práctica de la corrección fraterna no sólo ha de ser posible, sino también que es algo necesario y obligatorio en la vida del creyente. Jesús en el Evangelio nos da unas pistas sobre la manera de realizar la corrección mutua. Primero debes hablarlo personalmente con el hermano antes de que sea demasiado tarde y se extravíe definitivamente. Pero, ¿cómo hacerlo? No lo dice Jesús, pero se deduce de su mensaje: con amor y humildad. 

Si vas con aire superior, creyendo que tú eres perfecto en todo y sólo el otro es el que se equivoca, tu misión no tendrá éxito. Tu hermano lo tomará como una crítica negativa y no verá tu buena intención. Hay que emplear también buena dosis de prudencia, es decir saber encontrar el momento oportuno para hacer la corrección. 

Si conoces de verdad a tu hermano sabrás también como va a reaccionar y qué tono tienes que emplear: enérgico, suave o firme, según los casos. Decía San Agustín: “Si corriges, corrige con amor”. Es difícil llevar a cabo la corrección fraterna, pues también requiere humildad por parte del que recibe la corrección. Muchas veces el que corrige está expuesto a recibir la recriminación o el odio del otro. A la corrección fraterna yo la llamaría “corrección mutua”, porque todos somos perdonadores y perdonados.


Ya sabemos todos que la comunidad cristiana no es una comunidad de los perfectos, que la Iglesia no es un “museo de santos”, sino un “hospital de pecadores” (como decía el Papa Francisco). También es importante caer en la cuenta de que los cristianos no somos mejores que los demás por el hecho de serlo, que también hay mucha gente buena fuera de la Iglesia. Y que nosotros no estamos exentos ni de la fragilidad, ni del pecado. Así que es importante sentir y vivir la experiencia del amor y de la misericordia de Dios. Por eso siempre empezamos la Eucaristía creando ese clima de amor que nos da el sentirnos perdonados y reconciliados con Dios y con los hermanos.

“A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la Ley”. Esta frase tan rotunda de San Pablo es verdadera, aunque a algunos les parezca peligrosa. Pero es que no otra cosa nos manda Jesucristo con su mandamiento nuevo: “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. San Agustín escribió en repetidas ocasiones su tan conocida frase “ama y haz lo que quieras”. La explicación que da San Pablo, y que repetirá literalmente San Agustín, es esta: “uno que ama a su prójimo no le hace daño”. 

Es evidente que el amor al que se refiere San Pablo es el amor cristiano, como no podía ser de otra manera. Amemos, pues, siempre a los demás con amor cristiano, como nos ama Cristo, cuando les corregimos o cuando les alabamos, porque el que ama así cumple la Ley entera.

Son consoladoras y muy ricas de contenido las últimas palabras del evangelio de hoy: “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo, en medio de ellos”. Está en nosotros, con nosotros, cuando nos reunimos en su nombre. Especialmente en la Eucaristía, en la oración en común, en las reuniones de reflexión y en mil ocasiones más. Es un don espléndido que debemos agradecer con amor.
P. Teodoro Baztán
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