domingo, 2 de noviembre de 2014

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Domingo XXXI del Tiempo Ordinario A Reflexión

Conmemoración de los fieles difuntos

Hoy recordamos a los difuntos y rezamos por ellos. Recordamos a nuestros familiares y amigos, a los que echamos de menos y que han dejado un vacío en nuestro corazón. Recordamos especialmente a los difuntos de la parroquia, fallecidos en el último año. Así nuestra eucaristía es más familiar. La parroquia es también una familia y recorda-mos a nuestros hermanos, miembros de nuestra comunidad parroquial.

Recordamos también a las personas muertas a causa de la violencia, del terrorismo y de las guerras. Recordamos a todos los difuntos: los que han muerto rodeadas del amor de los familiares y personas que han muerto en soledad y sin el cariño de nadie.

Y oramos como creyentes, movidos por la fe y el amor, en esperanza de una vida que dura para siempre

Es verdad que la muerte nos infunde mucho respeto y nos llena de interrogantes. Tam-bién a los cristianos nos puede pasar lo que leemos en la 1ª. Lectura: “no hago más que pensar en ello y estoy abatido”. Pero triunfa la esperanza cuando a continuación se nos dice: “La misericordia del Señor no termina, no se acaba su compasión... El Señor es bueno para los que en él esperan y lo buscan. Es bueno esperar la salvación del Se-ñor”. Se termina nuestra vida en la tierra, pero la misericordia del Señor va más allá, perdona nuestros pecados y nos lleva a la vida.
 
El salmo 22 nos infunde los mismos sentimientos de esperanza: “El Señor es mi pastor, nada me falta. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmi-go”. Cristo camina con nosotros.

Las palabras de Jesús en el evangelio son entrañables y consoladoras: “Que no tiemble vuestro corazón... En la casa de mi Padre hay muchas estancias... Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy, estéis también vosotros”.

¿Qué se desprende de todo esto?: 

a) Que la muerte no es el final. La muerte no es una puerta que se cierra, sino una puerta que se abre a la luz, a la vida para siempre, y que es preciso pasara por ella, aunque cueste, aunque implique sufrimiento y dolor, para entrar en la vida verdadera y eterna-mente gozosa.

b) Que Cristo es nuestra garantía. Lo hemos oído en la carta de Pablo a los Romanos: “Por tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él”. Y el que cree en él, “aunque haya muerto, vivirá”.

c) Que para alcanzar esta vida eterna, es necesario unir nuestra existencia a la suya. Es decir, ser discípulos fieles de Cristo. Es preciso creer en él con una fe viva, amar como él amó, a Dios y al hermano, y esperar con esperanza firme la salvación que él nos ha prometido.

d) Que debemos defender y propiciar la vida aquí en la tierra desde el momento de la concepción hasta final, procurar una vida más digna en los que están en condiciones precarias por falta de salud, vivienda, cultura, etc. Si la vida es un don espléndido que Dios nos ha dado y nos llama siempre a una vida mejor, debemos también nosotros co-municarla a los demás, fomentarla y mantenerla. 

e) Que todo lo que tenemos, poco o mucho, lo tendremos que dejar. Desde esta realidad, si la viviéramos, seríamos mejores, más libres, más generosos, más sencillos, más y mejores cristianos. 

f) Que somos peregrinos en esta tierra; nuestra patria definitiva está en el cielo, en Dios. El camino es difícil, pero Cristo camina con nosotros, y nosotros con los hermanos. To-dos vamos al encuentro del Dios de la vida, al cielo, donde no habrá llanto, ni luto ni dolor, sino gozo y felicidad para siempre.

En cada eucaristía recordamos a los difuntos, y no sólo hoy. Rezamos por los que nos han precedido en la fe y duermen el sueño de la paz. Y también pedimos por los que durmieron en la esperanza de la resurrección.  Y pedimos a Dios que les conceda el lugar del consuelo, de la luz y de la paz, es decir, la vida en Dios para siempre.
P. Teodoro Baztán.


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