miércoles, 25 de marzo de 2015

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De la mano de San Agustín (21)

La gracia de Dios y sus efectos

Sin embargo, el asombroso mal que encontramos en el pesado yugo puesto sobre la cerviz de los hijos de Adán, desde la salida del vientre materno hasta el día de su vuelta al seno de la madre común por la sepultura, es para que vivamos con sobriedad y comprendamos que esta vida se nos ha vuelto penosa desde aquel pecado horrendo en extremo que se cometió en el Paraíso, y que todo lo que se lleva a cabo en nosotros a través del Nuevo Testamento pertenece exclusivamente a la nueva herencia del mundo nuevo. Así, una vez recibida aquí la prenda, entraremos en posesión, a su tiempo, de la realidad que ella garantizaba. Mientras tanto, debemos caminar en la esperanza y ser más perfectos de día en día, dando muerte por el Espíritu a las bajas acciones (Rm 8,13). El Señor, en efecto, conoce a los suyos (2Tm 2,19); y: Todos aquellos que se dejan conducir por el Espíritu de Dios son hijos de Dios ( Rm 8,14). Pero esto por la gracia, no por la naturaleza. El Hijo único de Dios por naturaleza se ha hecho Hijo de hombre por amor misericordioso hacia nosotros, a fin de que nosotros, hijos de hombre por naturaleza, lleguemos a ser en Él, por gracia, hijos de Dios. Él permaneció, de hecho, inmutable y asumió nuestra naturaleza, y en ella a nosotros. Sin perder nada de su divinidad, se hizo partícipe de nuestra debilidad. Así nosotros podremos ser transformados, mejorando por la participación de su ser inmortal y santo; podremos ir perdiendo nuestro ser pecador y mortal y mantener el bien que en nuestra naturaleza Él ha hecho, llevado a su plenitud por el bien supremo que reside en la bondad de su naturaleza.

El pecado de un solo hombre (Ibid. 5,12) nos hizo hundirnos en tan grave calamidad, y la rehabilitación que nos ha traído un solo hombre -y éste, Dios- nos hará llegar a aquel bien tan sublime. Pero nadie debe creerse haber pasado ya de un estado al otro más que cuando se halle donde no existirá ya tentación alguna, cuando posea aquella paz por la que suspira a través de tantos y tan diversos combates en esta guerra, en la que los objetivos de los bajos instintos pugnan contra el
Espíritu, y los del Espíritu contra los bajos instintos (Ga 5,17). No tendría lugar una semejante guerra si la naturaleza humana, utilizando su libre albedrío, se mantuviese firme en la rectitud en que fue creada. Pero como no quiso tener una paz feliz con Dios, se ve envuelta en una pugna infeliz consigo misma. Claro que, a pesar de la desgracia de una tal calamidad, es mejor que el estado anterior a esta vida rehabilitada. Mejor es, efectivamente, luchar contra las inclinaciones viciosas que ser dominado por ellas sin resistencia alguna. Mejor es -repito- una guerra con esperanza de eterna paz, que una cautividad sin sospecha siquiera de liberación.

Verdad es que ansiamos vernos libres incluso de esta guerra, y estamos inflamados por el fuego del amor divino para disfrutar de aquella paz donde todo está en perfecto orden, donde los valores inferiores están sometidos a los superiores con una estabilidad inquebrantable. Pero si (lo que Dios no permita) llegásemos a encontrarnos sin esperanza alguna de un bien tan precioso, deberíamos preferir siempre la dureza de este combate antes que entregarnos en manos de los vicios sin oponer resistencia.
CdeD XXI, 15

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