sábado, 7 de marzo de 2015

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De la mano de San Agustín (6)

Santas Perpetua y Felicidad

 El aniversario que celebramos hoy nos trae a la memoria y en cierto modo reproduce ante nosotros el día en que las santas siervas de Dios Perpetua y Felicidad, adornadas con las coronas del martirio, florecieron en felicidad perpetua, siendo fieles al nombre de Cristo en el combate y hasta hallando sus nombres unidos en el premio. Hemos oído las exhortaciones que recibieron en revelaciones de Dios y los triunfos en la pasión cuando fue leída. Todas esas cosas, expresadas e iluminadas por la luz de la palabra, las hemos escuchado con el oído, contemplado con la mente, honrado con devoción y alabado con amor. En tan piadosa celebración nos creemos deudores de un sermón solemne, el cual, aunque resulte inadecuado para sus méritos, mostrará, al menos, mi entusiasta sentimiento de gozo con motivo de tan gran festividad. ¿Hay algo más glorioso que estas mujeres, a las que los varones están más dispuestos a admirar que a imitar? Pero ello ha de redundar en alabanza, sobre todo, de aquel en quien creyeron. Quienes con noble afán compiten en su nombre, considerando el hombre interior, superan la distinción de los sexos. De manera que en quienes corporalmente son mujeres, la fortaleza de su mente ha de ocultar el sexo de su carne y se ha de evitar pensar de sus miembros lo que no pudo manifestarse en sus hechos. Con su pie casto y pisada victoriosa fue pisoteado el dragón cuando se le mostró levantada la escalera mediante la cual la bienaventurada Perpetua subiría hasta Dios. De este modo, la cabeza de la serpiente antigua, precipicio para la mujer que cayó, se convirtió en peldaño para la que subía.

 ¿Hay espectáculo más dulce? ¿Hay combate más valeroso? ¿Hay victoria más espléndida? Entonces, cuando los cuerpos santos eran arrojados a las bestias, la masa rugía en todo el anfiteatro y los pueblos tramaban locuras. Pero el que habita en los cielos se mofaba de ellos y el Señor los escarnecía (Sal 2,1.4). Ahora, en cambio, los sucesores de aquellos cuyas voces se ensañaban sin piedad contra el cuerpo de los mártires, proclaman con piadosas palabras los méritos de éstos. Entonces no acudió tanta muchedumbre al antro de crueldad para presenciar su muerte cuanta concurre ahora a la iglesia de la piedad para honrarlos. Año tras año contempla con devoción la caridad lo que en un solo día cometió sacrílegamente la impiedad. También ellos lo contemplaron, pero con intenciones muy distintas. Ellos hacían con sus gritos lo que las fieras no hacían con sus dientes. Nosotros, en cambio, nos compadecemos de lo que hicieron los malvados y veneramos lo que sufrieron los piadosos. Ellos vieron con los ojos de la carne lo que revertía sobre la crueldad del corazón; nosotros miramos con los ojos del corazón lo que a ellos les fue quitado para que no lo vieran. Ellos se alegraron de los cuerpos muertos de los mártires; nosotros sentimos dolor porque sus propias mentes estaban muertas. Ellos, al carecer de la luz de la fe, pensaron que los mártires se habían apagado; nosotros, mirando desde la fe, los vemos coronados. Finalmente, sus mismos insultos son nuestro gozo; éste, piadoso y eterno; aquéllos, entonces malvados, ahora inexistentes.
Sermón 280, 1, 2

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